En los últimos días el Congreso de los Diputados ha sido escenario de la incapacidad de los políticos españoles para cumplir su misión: liderar el país. A cincuenta metros de allí, en el Hotel Palace, conversamos con Arturo Pérez-Reverte (Cartagena, 1951) sobre Sidi (Alfaguara), su última novela, que define precisamente como “un manual sobre liderazgo”. Su protagonista no es otro que Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeadorcid viene del árabe sidi: señor—, con su parte histórica y su parte legendaria, siempre inseparables.

“Cides hay muchos: el de Santiago Abascal, el de Menéndez Pidal, el de Alberto Muntaner [uno de los mayores expertos del mundo en su figura y amigo cercano del autor], el de Charlton Heston...”, explica Pérez-Reverte. El escritor y académico de la RAE llevaba años con el personaje en la cabeza, pero necesitaba encontrar un enfoque aún inédito. “Hasta que un día, viendo por enésima vez la ‘trilogía de la caballería’ de John Ford en casa, pensé: ¿Cómo contaría John Ford la historia del Cid?”.

Wéstern ibérico medieval

El resultado, que toma prestados elementos clásicos del wéstern, es una novela de frontera, esa gran franja de tierra entre los reinos cristianos del norte y las taifas de Al-Ándalus que en el siglo XI permanecía prácticamente desierta, solo habitada por algunos colonos sometidos a constantes saqueos y asesinatos por parte tanto de musulmanes como de cristianos. 

"Me interesaba contar cómo se forja un líder, una leyenda. Cómo alguien consigue que otros lo sigan, peleen por él, mueran por él"

La novela está construida, explica Pérez-Reverte, con tres ingredientes: imaginación, mucha documentación y su larga experiencia como corresponsal de guerra. “Yo no he aprendido sobre violencia y crueldad en los bares, leyendo libros o viendo películas, sino que he vivido en ese territorio durante 21 años. He recurrido a aquellos recuerdos: las noches al raso, la incertidumbre, esa gente que mira el paisaje buscando ver siempre elementos hostiles, el calor, el sudor, el frío, el miedo, el zumzum de las moscas, el olor de los cadáveres… Lo mío no es teoría narrativa sino experiencia práctica”.

El argumento de la novela nos presenta a un Cid que se encontraba ya desterrado de Castilla, por haber obligado al nuevo rey, Alfonso, que nada había tenido que ver con la muerte de su hermano y anterior monarca, Sancho II. Lo acompañaba su mesnada, un puñado de hombres leales que lo siguieron a un destino incierto empujados por la reputación que ya se había labrado Ruy Díaz. Iban en busca de un modo de ganarse el pan, y en su oficio eso significaba guerrear a las órdenes de quien pagase su soldada. Tras perseguir a una aceifa (una incursión de guerreros moros para saquear en tierra de colonos) por encargo de los burgueses de una localidad cercana, el Cid ofrece sus servicios a  Berenguer Remont II, conde de Barcelona, que lo rechaza —y al que luego derrota, arrebatándole la legendaria espada Tizona—, y acaba contratado por Mutamán, rey musulmán de Zaragoza, cuyo territorio se veía amenazado por su hermano Mundir, rey de Lérida, Tortosa y Denia, por los condados catalanes y por el aún diminuto reino de Aragón.

“Me interesaba contar cómo se forja un líder, una leyenda. Cómo alguien consigue que otros lo sigan, peleen por él, mueran por él, hasta conseguir esos lazos de lealtad fundamentales para que un grupo sobreviva en territorio hostil. Por eso elegí el periodo de juventud del personaje, el Cid triunfador ya no me interesa. Me interesa cuando está empezando a convertirse en lo que luego fue”.

No es país para héroes

Abordar un personaje histórico y legendario como el Cid tiene una gran desventaja: ha sido muy manoseado. “Hay un problema ideológico que hace que en España los héroes y la épica estén tan mal vistos, a diferencia de otros países como Italia, Francia, Inglaterra o incluso Portugal, donde hay una especie de patriotismo cultural”, señala el autor. “El franquismo contaminó la historia de una manera atroz, retrató a Don Pelayo y al Cid como prolegómenos de Franco. En un libro de texto de 1959 había unos versos que decían: “El Cid, con camisa azul, por el cielo cabalgaba”. Contaminaron todos los símbolos, toda la épica, llenándolos de patrioterismo barato, estupidez y retórica imperial. Cuando llega la izquierda y la democracia, en vez de limpiar esos símbolos, como estaban contaminados los tiraron a la basura”. El resultado de todo ello es que hoy “España no es un país para héroes ni para la épica, y tenemos épica para dar y regalar”.

En línea con lo que dijo en la presentación de su anterior libro, la colección de artículos Una historia de España, Pérez-Reverte opina que “la derecha se ha adueñado de los símbolos porque la izquierda se los ha regalado”. “Abascal es el que ahora presume del Cid y se pone el morrión, y no tendría por qué, ya que no es su patrimonio”. 

"A medida que me hago mayor y veo las redes sociales, los periódicos, las tertulias y oigo hablar a los políticos, pienso que incluso con buenos señores quizá no seríamos buenos vasallos"

Sidi también pone de relieve algo que a estas alturas solo dudan quienes ignoran la historia: el término Reconquista no es contemporáneo de la época que designa. Los reinos cristianos de entonces no se arrogaron la misión ‘sagrada’ de recuperar toda la península para la cristiandad, sino que el concepto surgió una vez terminado el proceso, como relato fundacional de la nación española. La novela recoge lo que era habitual entonces: alianzas que se forjaban indistintamente entre reyes cristianos y musulmanes por pura conveniencia y ansias expansionistas, empleando para ello a mercenarios como el Cid, por mucho que este tuviera un férreo —así lo pinta la novela— sentido del honor (“Mi nombre es el único patrimonio que tengo”, afirma el Cid de Pérez-Reverte) que le hizo mantener su lealtad a Alfonso VI a pesar del destierro.

Un Cid emparentado con Alatriste

Hay en el Cid de Pérez-Reverte trazas evidentes de su capitán Alatriste: un hombre hecho a sí mismo, implacable y cruel pero también leal, justo y con un código de honor propio e inquebrantable. “Me interesa un tipo de héroes porque soy heredero de mi propia vida, y he conocido más Alatristes que Einsteins, más Cides y más Falcós que Simones de Beauvoir y papas Juan XXIII”.

El Cid de Sidi y Diego Alatriste tienen otra cosa en común: se someten a gobernantes indignos de su lealtad. “¡Dios, qué buen vasallo, si tuviera buen señor!”, dice uno de los versos más conocidos del Cantar de mio Cid. ¿Podría aplicarse eso a la sociedad española y sus gobernantes? “Durante mucho tiempo hemos dicho que España era un país de buenos vasallos y malos señores. Yo lo he creído durante muchos años y he escrito incluso novelas sobre eso, pero ya lo dudo. Los señores salen de los vasallos, los generamos nosotros. Los reyes, los políticos, los dictadores, los militares, los asesinos, los fanáticos, los inquisidores… Todos han salido de nosotros, no son marcianos que han venido en un platillo volante. Yo creo que somos culpables también nosotros. A medida que me hago mayor y veo las redes sociales, los periódicos, las tertulias, oigo hablar a los políticos, pienso que incluso con buenos señores quizá no seríamos buenos vasallos. En tiempos del Cid o de mis abuelos uno podía justificar que alguien fuese una mala bestia, un radical o un analfabeto por no haber tenido una educación, la ignorancia estaba justificada. Pero ahora ya no, la educación es gratuita, existe internet, el que es ignorante lo es porque quiere”.

"Tengo un velero que es mi vida y una biblioteca de 30.000 volúmenes donde me refugio cuando el mundo exterior no me gusta"

“Mi concepto del español ha empeorado mucho con los años, pero eso no me hace pesimista”, continúa el autor de Falcó. “Me gusta mucho España y los españoles, pero es cierto que en cuanto a vicios y enfermedades somos culpables nosotros mismos. Mira el espectáculo que ha dado esta gentuza del parlamento estos últimos meses, es un ejemplo clarísimo. Pero, ojo, somos nosotros, no son alienígenas. Son nuestros primos, hermanos, tíos, parientes votados por nosotros. Nosotros los hemos puesto ahí”.

No obstante, Pérez-Reverte asegura que Sidi no es un intento de cambiar la imagen del Cid, ni mejorar España, ni dar lecciones de historia al lector. “Yo cuento historias y cobro por ellas. Solo quiero narrar de una forma eficaz y para ello tengo que creerme lo que cuento. Una historia del siglo XI no tengo que contarla trayéndola al siglo XXI, sino llevándome al lector de aquí allí”. En ese sentido, lamenta una vez más la tendencia a juzgar la historia con los criterios morales de hoy.

Un marino lector que escribe

Pérez-Reverte se define a día de hoy como “un marino lector que accidentalmente escribe novelas”. Dice que “escribir una novela es un pretexto para leer”, que “el novelista que deja de leer está muerto” y que de esos “tenemos un montón, no voy a decir nombres pero todos tenemos casos en la cabeza”. Dice que podría vivir sin escribir, pero no sin leer. Emplea las palabras “oficio” y “artesanía” —nunca “arte”— cuando habla de su trabajo, al que dedica ocho horas diarias y que le permitió “salirse a tiempo” de su oficio anterior, el de corresponsal de guerra, que le hizo ver todo tipo de horrores, vivir situaciones extremas —a punta de pistola y de machete— y pensar que no llegaría vivo a los 40 años, pero que también le forjó el carácter y le regaló todo un archivo mental de imágenes y sensaciones utilísimas para un novelista.

“Yo soy emocionalmente muy estable. Por eso pude llevar aquella vida y por eso estoy aquí. No sé qué es la depresión”, reconoce el escritor. “Todas mis novelas han estado en la lista de más vendidos. Todas. Se publican en cuarenta y tantos países. Tengo un velero que es mi vida y una biblioteca de 30.000 volúmenes donde me refugio cuando el mundo exterior no me gusta. Sería un desagradecido hijo de puta si renegase de la suerte que he tenido. Pero no me han regalado nada, he pagado mis precios, que son muy altos y son cosa mía”.

@fdquijano