Fue en París, una tarde calurosa en el agosto de 1966 cuando estaba yéndose el sol y mi mujer y yo decidimos bajar a tomar la fresca cerca del río. Salimos a la calle -ella con su embarazo de ocho meses que dibujaba en su fino cuerpo una curva cóncava-convexa- y recorrimos la distancia que separaba nuestra casa -en la rue des Écoles- del Sena. Allí, en la ribera izquierda, encontramos unos veladores sobre una acera estrecha. Las mesas eran diminutas y las sillas estaban colocadas no en derredor de las mesas, sino en fila y sus respaldos pegados a la pared del edificio. Allí nos sentamos y pedimos dos demis de cerveza.



Ya se había hecho de noche y sólo la luz de las escasas farolas iluminaba el lugar. Pese a ello, en un momento dado, mirando hacia mi izquierda, distinguí, cien metros más allá, a una mujer solitaria, de cabellera rubia y sencillo vestido (falda negra y camisa blanca), que venía por la acera frontera a la nuestra. A pesar de la distancia tuve la seguridad de era ella y así se lo dije a mi mujer que, incrédula, me embromó: "Naturalmente, y ahora vendrá y se sentará a tu lado". La rubia, de pronto, cuando ya se encontraba a unos diez metros de nosotros, cruzó la calle y, en efecto, se sentó a mi lado... y cruzó las piernas. Luego, cuando el solícito camarero acudió para atenderla, pidió: "Un vin blanc froid".



La rodilla de su pierna derecha, que había encabalgado sobre la izquierda, quedó, literalmente, al alcance de mi mano, pero el tacto no tuvo conocimiento de aquella maravilla, aunque la vista sí, y esta no se detuvo en la rodilla sino que amplió su radio de acción a las hermosas pantorrillas y también, aunque más furtivamente, a sus manos y a su rostro afilado de dotados pómulos y de boca tan huidiza como sugerente.



Aquellos minutos pasaron muy rápidos. Yo hubiera estado allí toda la noche, dándole cuerda a mi imaginación, pero el reloj de mi esposa puso punto final al encantamiento. "Ya es hora de irse para casa", dijo. Pagué y nos levantamos, pero entonces, venciendo la timidez que con tanta frecuencia me atenaza, me volví hacia la actriz para decirle: "Bonne soir, Madame Dietrich". Ella levantó la mirada hacia mí y, sonriendo, usó de aquella voz aguardentosa para decirme: "Bonne soir, jeune homme".




Es posible que su trayectoria política (fue el primer presidente de la Comunidad de Madrid) haya condicionado al Joaquín Leguina escritor, pero él (Villanueva de Villaescusa, 1941), desencantado de los usos políticos, no sólo no se rinde, sino que se ha convertido en un autor de novela negra más que solvente. Entre sus libros destacan 'La fiesta de los locos' (1990); 'Tu nombre envenena mis sueños' (1992), 'Por encima de toda sospecha' (2003); 'Las pruebas de la infamia: un nuevo caso del abogado Baquedano'. (2006), 'La luz crepuscular' (2009).o el muy reciente 'Impostores y otros artistas' (2013).



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