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. H. Livepic Reuters

La mercantilización del deporte profesional ha ocultado sus valores de forma paulatina hasta hacerlos casi invisibles en algunas modalidades. Quizá el caso más significativo sea el del fútbol, objeto de manipulación permanente por cuestiones económicas o políticas. No me refiero tanto al amaño de resultados como a la alteración de cuanto acontece a su alrededor, desde el falseamiento de hechos objetivos por parte de los medios a interpretaciones disparatadas de sus dirigentes. Por no hablar de la actitud de los futbolistas en el campo, que a fuerza de repetida por los protagonistas, tolerada por el entorno y disculpada por los forofos ha terminado por anestesiar a todo el universo futbolero que no las pone en cuestión. El anticatalanismo, el antimadridismo, en definitiva, el localismo, es una bandera que se esgrime todavía con mayor alegría que en la batalla política, de la que también han copiado el “Y tú más..” O quizá haya sido al revés, visto el nivel del debate político en la mayoría de las ocasiones.

La edad va pesando, no sólo en el cuerpo, y después del circo del verano futbolístico cada partido me llevaba a pensar que cuanto más relevante es un deporte, mayor es su perversión. Por fortuna, apareció el bálsamo de la Copa del Mundo de rugby para sacarme del pesimismo. ¡El deporte sobrevive! Los partidos se suceden marcados por una fuerza todavía mayor que la de los jugadores: la del respeto a sus tradiciones y a su código de honor.

El rugby es una de esas escasas actividades en las que el honor ocupa todavía un papel preponderante. Los protagonistas se encelan en una batalla intensa que no cesa hasta que el árbitro la da por concluida, sin que importe la diferencia de peso o corpulencia, las aspiraciones del equipo, ni siquiera el marcador y el tiempo transcurrido. Un frenético combate que va dejando huellas en los rostros de los jugadores, que sangran -una ceja abierta, un labio partido, la nariz como un berbiquí...- y reflejan el desgaste del esfuerzo. Un despliegue físico y emocional titánico en el que los jugadores encajan sin rechistar choques escalofriantes cuyas ondas expansivas parecen impactar en las pantallas de alta definición.

Y lo más importante, los rugbiers entregan cuerpo y emociones en la práctica de este deporte en el que no se entienden las excusas, los escaqueos, ni la más mínima protesta. En caso de duda, el capitán se acerca educadamente a conversar con el juez que con flema británica -sea de donde sea el árbitro- le comprende y atiende para dictar su sentencia imparcial. De vez en cuando, una pequeña refriega que se solventa en un parpadeo, y a seguir jugando. Y no se toleran las tonterías: el comité de competición revisa los partidos y actúa de oficio en caso de que algún apóstata traicione las reglas de juego limpio que imperan desde hace siglos.

Mientras, las aficiones animan, cantan y vitorean a los suyos, al tiempo que conviven con los rivales en perfecta armonía. Hasta está mal visto abuchear al pateador contrario cuando intenta convertir su lanzamiento. Uno observa esta conmovedora muestra de autenticidad y ejemplaridad y se pregunta por qué no pueden ser así todos los deportes. Por qué se han ido envenenando. Y, sobre todo, por qué nadie parece estar interesado de verdad en que vuelvan a la senda que los vio nacer, aunque solo sea para que un niño nunca más sea víctima de una bengala.

P.D. El pasado otoño tuve ocasión de contemplar en Twickenham como Dan Carter, el máximo anotador de la historia en partidos internacionales y dos veces mejor jugador del mundo, en aquella ocasión ligeramente tocado, ejercía de aguador de sus compañeros All Blacks. En cuclillas en la banda, bajo una intensa lluvia, corrió a servir agua a sus colegas cada vez que el juego se detuvo. ¿Se imaginan ustedes haciendo lo mismo a...? No sé si es demasiada imaginación, pero ¿a que sería divertido?