Pese a la magnitud de sus crímenes, aparentemente ingente, el reo declinó la opción caritativa de la venda sobre los ojos y se enfrentó al pelotón de fusilamiento con la mirada expedita y limpia. Sabía que su ajusticiamiento era inmediato y, como sucede con los condenados en la obra de Kafka (donde acaso nos encontremos), es posible que llegara a dudar de la apariencia y albergar la sensación de que tal vez fuese justo. Nada en su conciencia le indicaba haber obrado mal, pero ¿cómo no dar pábulo a la opción contraria cuando semejante saña se abatía sobre él? Era aquel un fusilamiento pormenorizado en el cual cada componente del pelotón abandonaba uno a uno su sitio del mismo y, en lugar de disparar, hendía su bayoneta en el pecho desnudo del acusado. Cruelmente, burocráticamente.

-Se le acusa a usted de arruinar la carrera de un futbolista dejándole dos años (¡dos años!) sin la posibilidad de hacer aquello que su contrato le faculta para hacer, es decir, jugar al fútbol. Nosotros aquí podemos y debemos darle muerte a usted, pero ¿cómo va a resolver esta onerosa carga su conciencia?

El reo estuvo a punto de aferrarse a la indecencia de defender sus méritos (a saber: haber marcado cuatro goles y merecido muchos más ante un muy digno rival, y logrando compatibilizar este objetivo con el de hacer un uso racional de su plantilla a base de confiar en los meritorios) pero solo logró ensayar un torpe balbuceo. Una parte de él le decía que el uso de ese legítimo argumento habría sido a su vez perfectamente legítimo, pero en lo más profundo de su alma sabía que el reino de la excusa no era el suyo.

-Se veía muy enfadado al interesado cuando usted le sustituyó. ¿Duerme usted por las noches? Cuando se lava las manos, ¿logra borrar de sus palmas el resto ominoso del delito?

Nuevamente trató de articular una respuesta contundente, pero -comprendiendo que sería usada en su contra- tuvo que limitarse a sonreír para repetir por enésima vez que él no tenía nada contra el interesado. Todos los componentes del pelotón abrazaban la empatía más conmovedora y se ponían en el pellejo del interesado pese a haberse dedicado sistemáticamente, durante meses y meses, con anterioridad, a dudar de la valía del jugador y atribuir su presencia en la plantilla a politiqueos relativos a obras públicas en su país de origen. Otra vez, aun siendo un argumento en teoría plausible, no era utilizable. Esgrimirlo habría supuesto una escalada de agresividad. Sin embargo, ¿había espacio para que la agresividad escalase aún más? Se enfrentó con discreto arrojo a aquellas pupilas justicieras, y el brillo de la animadversión en el fondo de las mismas volvió a hacerle dudar de su inocencia.

-¿Cómo es posible que el rival se acercase en el marcador durante algunos minutos del partido? ¿A qué atribuye usted este oprobio? ¿Cómo lo maneja, moralmente hablando?

Quiso gritar, quiso huir, pero logró mantener la compostura apelando a unas dosis ocultas de templanza, una reserva de aguante cuyo latido había ignorado hasta el momento. Volvió a sonreír y descerrajó un nuevo tópico sobre la necesidad de hacer lo mejor para el equipo. Queremos decir: en algún lugar de su corazón sabía que la idea era algo más que un tópico, que era asistida por la razón. Pero el saber que iba a ser recibida como tal por sus ejecutores la empequeñecía, la topificaba, la hacía transitar de lo ineludible a lo inaludible. 

-Hable. ¡Hable! ¿Tiene de verdad la desvergüenza de sentir algún tipo de alivio ante este marcador impostor cuando ha perdido el control de los tiempos del partido en el medio campo durante muchos minutos del choque? ¿Acaso quiere pasar por los rigores de la máquina de la colonia penitenciaria?

La necesidad de prorrumpir en gritos guturales y no articulados pareció irresistible durante una décima de segundo. Pero oigan. Kovacic. Lucas Vázquez. Asensio. James. Morata. Los puse yo mismo de inicio. ¿Creen que con esa alineación buscaba enfatizar el control en el medio campo? ¿No será más bien que yo procuraba adrede el intercambio de ataques entre área y área, sabedor de que teníamos todas las de ganar en el mismo? ¿Y no me dan la razón tanto el marcador como las ocasiones creadas? ¿No ven que cuando quise un mayor control en el medio campo lo busqué también deliberadamente, introduciendo en el terreno de juego a Isco y Modric? ¿No ven que también lo conseguí?

Sí. Esta vez sí que estuvo a punto de apelar a la incorrección política de la autodefensa. Logró, no obstante, aguantar de nuevo. Sabía que la autodefensa sería interpretada como provocación, y la argumentación motejada de pretexto. Sabía que no tenía derecho a defenderse porque en el Madrid la autodefensa pasa siempre por ser altanería. Sabía que, por el peso de esta realidad, la tensión habría quebrado su voz, habría ahogado las palabras, y que el hipotético alegato habría quedado trocado en un gemido animal, desesperado, como de presa alcanzada por la bala furtiva. Calló un segundo, miró en su interior y todavía halló una reserva extra de templanza. El hallazgo le transmitió una calma imprevista.

Y sonrió.