
Ricardo de Burgos Bengoetxea, González Fuertes, Clos Gómez y Medina Cantalejo.
Los pistoleros de la casa grande: De Burgos, González Fuertes, Medina Cantalejo y Clos Gómez
La honorabilidad del colectivo arbitral vuelve a estar en entredicho a raíz de la polémica surgida en la jornada del viernes con las polémicas declaraciones de los colegiados de la final de la Copa del Rey.
Existen ocasiones en que la mejor definición de una situación no surge de la elocuencia, sino del bisturí frío, preciso y despiadado que disecciona, sin pasión, una realidad que habla por sí sola.
La designación de Ricardo de Burgos Bengoetxea y Pablo González Fuertes para dirigir y supervisar la final de la Copa de S.M. el Rey entre el Real Madrid C.F. y el F.C. Barcelona ya parecía, desde su inicio, una broma de mal gusto. Sus manifestaciones públicas en las horas previas al partido han terminado de transformarla en una tragedia institucional, al borde mismo de la farsa.
De Burgos Bengoetxea, emocionado hasta las lágrimas, ha relatado cómo su hijo ha sido insultado en el colegio, atribuyendo tal drama, de manera apenas disimulada, a las críticas emitidas por un canal vinculado al Real Madrid. González Fuertes, desde su atalaya de indignación, no se ha quedado atrás, anunciando represalias y dejando caer una amenaza apenas velada contra quienes han osado ejercer su derecho a la crítica pública.
Todo ello, a apenas veinticuatro horas de una final. ¿De verdad alguien pensó que esto era compatible con el principio de imparcialidad? ¿Qué clase de concepto de neutralidad manejan quienes, llamados a garantizar el sosiego, prefieren retratarse como mártires ante los focos?
La respuesta es sencilla, y conduce a dos nombres que son ya sinónimos de degradación institucional: Medina Cantalejo y Clos Gómez.
Medina, el presidente que ha convertido el Comité Técnico de Árbitros en un club de autoayuda emocional. Clos, el responsable de un VAR que ha degenerado en un instrumento de perturbación sistemática. Ambos han tolerado, cuando no alentado, esta deriva sentimentalista, donde el árbitro ya no se concibe como juez sino como víctima, no como garante sino como parte.
Y mientras los árbitros lloran ante los micrófonos, el Real Madrid Televisión —ese canal que tanto incomoda a los nuevos apóstoles de la infalibilidad arbitral— programa, para la noche del viernes, una película que, en su brutal precisión, resume mejor que cualquier editorial lo que estamos viviendo: “Los pistoleros de la casa grande”.
El título, casualidad o advertencia, contiene toda la ironía que la situación merece.
Pero no acaba ahí la tragicomedia: conscientes del desastre, Medina Cantalejo y sus asesores preparan apresuradamente un comunicado institucional, que, como sucede siempre en estos casos, no servirá para restaurar la autoridad perdida, sino para certificar públicamente su defunción.
La desesperación no se oculta: cuando un Comité Técnico necesita justificar de forma pública la imparcialidad de sus designaciones es porque, sencillamente, ha perdido el partido antes de que suene el primer silbato.
Aquí no hablamos de un error técnico. No se trata de una falta de acierto en una jugada gris. Estamos ante algo mucho más grave: la destrucción deliberada de la apariencia de imparcialidad, la transformación grotesca del árbitro en parte emocional interesada, la degradación final de un sistema que ha olvidado su única razón de ser: la confianza pública.
Esta final de la Copa del Rey quedará en los anales. No por los goles, ni por el fútbol, sino por el retrato descarnado y brutal de un estamento arbitral que ha hecho del victimismo su escudo y de la incompetencia su método.
Un Comité Técnico que, bajo el liderazgo de Medina y Clos, ya no puede garantizar ni la equidad ni la tranquilidad de una competición profesional.
Todo lo demás —comunicados, comunicados y más comunicados— será mero ruido. La imagen ya está grabada: árbitros llorando en los micrófonos, un canal de televisión programando “Los pistoleros de la casa grande” y un Comité Técnico balbuceando justificaciones mientras el edificio se derrumba.
La herida está abierta. Y no hay bisturí, por helado que sea, que pueda cerrarla ya.
*Miguel García Caba es profesor de Derecho Administrativo y académico correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.