En el valle entre los montes Palatino y Aventino, en Roma, sobreviven apenas unos pocos restos del Circo Máximo, epicentro del más grande de los espectáculos romanos por delante de las luchas de gladiadores: las carreras de carros. Sobre lo que hoy en día no es más que una inmensa explanada de tierra y hierba con forma de pista alargada por la que trotan decenas de runners y se emplea como base de operaciones de alguna competición popular, se erigía hace dos mil años un complejo que daba cabida a más de 150.000 personas que vociferaban y clamaban a su auriga predilecto.

El origen de este deporte, conocido en la Antigua Roma como ludi circenses, se remonta a la época etrusca y de la Grecia Clásica y, en un primer momento, fue una actividad destinada exclusivamente al deleite de la aristocracia por la inversión económica que requería. A medida que transcurrían los siglos, con el desarrollo de la República, el Estado romano se fue involucrando en las carreras de carros, convirtiéndolas progresivamente en un espectáculo de amplia base social. Eran, asimismo, un trampolín para las ambiciones políticas.

"Pese a la mala fama que adquirió en determinados círculos intelectuales, sobre todo en la época imperial, nunca dejó de ser el mayor espectáculo romano, al que acudían gentes de toda condición, incluidos los más altos cargos de la administración", explica David Álvarez Jiménez, doctor en Historia por la UCM, en su obra Panem et circenses. Una historia de Roma a través del circo (Alianza). Las carreras de carros eran el deporte de masas por antonomasia, equiparable a lo que en la actualidad significa el fútbol para el pueblo.

Un mosaico hallado en Chipre que representa una carrera de carros. Departamento de Antigüedades, Chipre

Pero resulta curiosa la animadversión que algunas de las grandes figuras de la Antigua Roma manifestaron frente al ludi circenses. En la lista aparecen los nombres de Plinio el Joven, Cicerón o incluso el mismísimo Julio César. El dictador, después de salir victorioso de la guerra civil contra Pompeyo y convertirse en el único gran poder de Roma, brindó al pueblo distracciones de todo tipo, como combates de gladiadores, competiciones atléticas, representaciones escénicas o carreras circenses, esto último gracias a las reformas impulsadas en el Circo Máximo.

César, nombrado imperator, padre de la patria y con la corona de laurel sobre su cabeza, organizó unos ostentosos juegos para consolidar su imagen entre el pueblo romano, cosa que el mismo Cicerón llegaría a reprocharle, denunciando que "con juegos, con monumentos, con repartos de dinero, con banquetes públicos, había cautivado a la multitud ignorante". "Lo curioso es comprobar otra crítica bien distinta que deja claro el conocimiento que tenía César de la potencialidad política del espectáculo, pero también el desinterés que éste le suscitaba", escribe David Álvarez. "No en vano, se le criticó la desatención que mostraba en los espectáculos, ya que aprovechaba para ponerse a leer o a escribir durante su desarrollo".

Néstor F. Marqués, arqueólogo y divulgador cultural, añade en su libro Un año en la Antigua Roma (Espasa): "Julio César se veía obligado a asistir por motivos políticos al circo pero, sentado en el pulvinar —la tribuna presidencial—, aprovechaba para leer y contestar su correo, algo que le fue recriminado duramente por el pueblo en varias ocasiones".

Cicerón, por su parte, comenzó a mostrar su malestar respecto a las carreras de carros cuando estas se hicieron accesibles a todas las clases sociales, cuando se "vulgarizaron": "Estas cosas gustan a los niños, a las mujerzuelas, a los siervos y a personas libres semejantes a los esclavos, pero a un hombre cabal con criterio y firme no le pueden parecer bien de ninguna de las maderas". De hecho, el político y filósofo, según relata Marqués, detestaba tanto estos espectáculos que solía marcharse de la ciudad durante su celebración para no oír a la gente hablando de ello en todas partes.

Fotograma de la carrera de carros de la película 'Ben-Hur'.

No obstante, también se hallan contradicciones en los textos de Cicerón: como ocurre a lo largo de su obra, en otras ocasiones no dudó en defender los gastos en los que él mismo había incurrido para organizar juegos o patrocinarlos, pues le sirvieron para su carrera política. Quien sí fue un férreo detractor de las carreras circenses fue el escritor Plinio el Joven, quien opinaba lo siguiente:

"Se celebraban unos juegos de circo, un género de espectáculos que no me gusta lo más mínimo. Nada nuevo, nada diferente, nada que no sea suficiente haber visto una vez. Por todo ello me resulta sorprendente que miles de adultos deseen ver una y otra vez, con una pasión tan infantil, caballos corriendo y aurigas de pie sobre los carros (...) Cuando recuerdo que se mantienen sentados sin cansarse para presenciar un espectáculo tan fútil, aburrido, monótono, siento cierta alegría por no verme cautivado por este tipo de espectáculos".

Ligoteo en las gradas

Las carreras más emocionantes y peligrosas eran la de los carros tirados por dos caballos —bigae— y por cuatro —quadrigae—, y su correspondiente auriga —agitatores equorum—. Cada uno de ellos iba vestido de los colores de su equipo —faction—: "Roja, que simbolizaba el verano; blanca, el invierno; azul, el otoño; y verde, la primavera", explica Marqués. "Estos equipos despertaban verdadera pasión deportiva,  existiendo una enorme rivalidad entre rojos y blancos y entre verdes y azules. Durante el Imperio estos dos últimos equipos fueron los que consiguieron una mayor fama y favor de los ciudadanos".

El más famoso auriga fue el lusitano Cayo Apuleyo Diocles, que en 24 años de competición en tres combinados diferentes logró ingresar una fortuna de 36 millones de sestercios gracias a los premios obtenidos en sus 1462 victorias de un total de 4257 carreras.

El Circo Máximo de Roma en 1978.

Una de las razones de la popularidad de estos espectáculos era, con gran probabilidad, la posibilidad de socializar y de que los romanos corteasen a las mujeres, al ser el circo el único espacio de este tipo en el que se permitía a ambos sexos sentarse juntos, situación que no se registraba ni en los teatros ni en los anfiteatros. Lo más curioso de este hecho es la proliferación de ciertos 'consejeros del amor', como el poeta Ovidio, que ayudó a sus paisanos a flirtear con la mujer que amaban:

"No estoy aquí sentado por afán de ver unos caballos que gozan de fama. Pero deseo que venza tu favorito. He venido para hablar contigo y sentarme a tu lado, con el fin de que no ignores el amor que me inspiras. Tú miras las carreras, yo a ti; miremos ambos lo que nos agrada y dé cada uno pábulo a sus ojos. ¡Oh afortunado, quienquiera que sea, tu auriga favorito! Así pues, ¿ha tenido la suerte de que tú te intereses por él? ¡Ojalá tuviera yo la misma suerte!".

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