El abismo comenzó a agigantarse en el 410. Roma, por primera vez en ochocientos años, fue saqueada por un ejército visigodo liderado por el rey Alarico. La ciudad eterna se demostró expugnable, más humana que divina. Ese sería el momento más dramático de una larga sucesión de acontecimientos que convertirían en escombros al poderoso Imperio romano y a su capital, que "afloró de orígenes humildes, se extendió hasta ambos polos y desde un pequeño lugar amplió su poder hasta ser colindante con la luz del sol", como narrarían los versos del poeta Claudiano.

El saqueo de Roma por una tribu de bárbaros no puede entenderse como un suceso aleatorio, sino más bien como el punto culminante de una escalada de calamidades que fueron contribuyendo al debilitamiento estructural de la maquinaria del imperio; véase la continua sucesión de mortíferas guerras civiles, la asfixia del pueblo a nivel fiscal o las abultadas deudas contraídas con los legionarios. Roma gobernó sin oposición durante siglos apoyándose en una aparente seguridad perpetua, pero lo cierto es que sus cimientos no solo se derrumbaron por la acción humana. 

La tesis del historiador inglés Edward Gibbon, uno de los grandes eruditos sobre el tema, se abraza a la impermanencia de los sistemas erigidos por el ser humano, del carácter finito de las creaciones. Según él, "la caída de Roma fue el efecto natural e inevitable de una grandeza desmesurada. La prosperidad maduró el proceso de putrefacción; las causas de la destrucción se multiplicaron con el alcance de las conquistas y, en cuanto al tiempo o los accidentes hubieron eliminado los apoyos artificiales, el estupendo tejido cedió bajo su propio peso".

¿Y si el ocaso del Imperio romano hay que buscarlo más allá de lo escenificado en los libros de historia por la acción de emperadores, soldados, esclavos, senadores y bárbaros? ¿Y si las causas radican en un elemento incontrolable al ser humano? Eso es lo que defiende el historiador Kyle Harper, profesor de Clásicas en la Universidad de Oklahoma, en su obra El fatal destino de Roma, editada en España por Crítica: la caída del Imperio romano fue el triunfo de la naturaleza sobre las ambiciones humanas, el resultado de los efectos de la propagación de bacterias y virus, de la erupción de volcanes y los ciclos solares.

"En una conspiración involuntaria con la naturaleza, los romanos crearon una ecología de enfermedades que desencadenó el poder latente de la evolución de los patógenos", explica Harper. "Pronto, los romanos se vieron engullidos por la fuerza abrumadora de lo que hoy denominaríamos enfermedades infecciosas emergentes". Es decir: la energía y los antojos arbitrarios de la evolución son tan poderosos que pueden conmocionar el orden de aparente calma del mundo en apenas un respiro. El todopoderoso Imperio romano también sucumbió ante un enemigo inesperado.

La plaga de Justiniano y el cambio climático

Entre el año 200 a.C. y el 150 d.C., período conocido como Óptimo Climático Romano, Roma navegó sobre condiciones favorables: el clima cálido, húmedo y estable en toda la costa mediterránea contribuyó a consolidar un imperio agrícola y comercial a partir de un sistema basado en acuerdos políticos y económicos. La situación empeoró a partir de mediados del siglo II, con el inicio de lo que Harper define como Período de Transición Romano; y todo comenzó a venirse a bajo a finales del siglo V, con una serie de alteraciones que desembocarían en la Pequeña Edad de Hielo Tardía (450-750).

El grueso de las catástrofes naturales se concentró, sobre todo, en las décadas de 530 y 540. En 536, el año sin verano —un estudio reciente ha venido a confirmar que fue el peor año de la historia para vivir—, una serie de explosiones volcánicas en el hemisferio norte provocó que las temperaturas se desplomasen en todo el mundo y las cosechas se perdiesen. La situación, que no se recompondría hasta finales del siglo VII, generó otras deficiencias estructurales que serían la autopista de entrada para el germen Y. pestis.

La plaga de Justiniano brotó en Egipto en 541 y se propagó por todo el territorio romano a través de las rutas comerciales. "Las desgarradoras anomalías climáticas de los años previos a la plaga habían reducido el suministro de alimentos. El entorno insalubre del mundo romano debilitó a sus habitantes y sus sistemas inmunológicos", relata Kyler Harper. La enfermedad redujo la población del imperio en decenas de miles de personas y cercenó el sueño de Justiniano de reunificar ambas regiones.

"Las catástrofes naturales del siglo VI provocaron uno de los mayores cambios de estado de ánimo en la historia humana. La oclusión del sol, los temblores de la tierra y la llegada de la peste atizaron los fuegos de la expectativa escatológica en el mundo cristiano y fuera de él", señala el historiador. La gente se encomendó a la religión para combatir las embestidas de la naturaleza, pero el ánimo apocalíptico se contagió con la misma rapidez que las mortales plagas.

La caída de Roma, en definitiva, radica en esa paradoja de que los romanos, amparados por la tranquilidad de haber construido un imperio gigantesco, fueron víctimas de su propio éxito y de los caprichos del medio ambiente, incapaces de atisbar "la turbulencia de una gran aceleración", en palabras de Harper, y de contemplar el cambio insospechado que se avecinaba. 

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