Mozart compuso una ópera sobre los refugiados que en 2019 se agolpan en las fronteras de Europa o mueren de camino, ahogados en el mar. Cuando sube el telón de Idomeneo, que este martes estrenó el Teatro Real, uno tiene la sensación de estar viendo un informativo de televisión. Un centenar de personas miran al espectador vestidas pobremente, algunos tapándose con mantas, con una mirada entre perdida, curiosa y triste. Se agolpan ante una valla. ¿Melilla? En realidad se trata de Grecia, otro país con una gran presión migratoria hoy y a lo largo de la historia. Todo queda en el Mediterráneo. La función comienza con el grito de lamento de Ilia, una joven que huye de la guerra, sobre la arena de una playa. 

"¿Cuándo terminará mi desventura? ¡Infeliz Ilia! Superviviente a una cruel tempestad que me priva de mi padre y de mis hermanos... Del bárbaro enemigo, víctima soy, ¿para esta suerte te preservaron los dioses?", se pregunta la joven, recién llegada a la playa con sus compañeros, supervivientes de la travesía.

Llegar a tierra firme no supone estar a salvo sino que puede marcar el inicio de otro infierno. El de la incomprensión o el desprecio. Lo cuentan los migrantes llegados hoy a las costas europeas, pero la historia se ha repetido demasiadas veces como para ser noticia. La trama de Idomeneo bebe de la mitología clásica y la guerra entre griegos y troyanos, entre los vencedores y perdedores del mundo y la manera de enfrentarse a la diferencia o los propios actos. ¿Por qué acoger a los perdedores de las guerras? ¿Por qué integrar al extranjero? ¡Grecia para los griegos!, parecen gritar varios de los personajes de la ópera, enfundados en el traje militar, acaso de guarda fronterizo. 

Ese es el punto de partida, actualizado por el director de escena Robert Carsen, en una coproducción con otros tres teatros cuyo resultado se ha visto en Madrid antes que en los demás. Carsen acierta al acercar al máximo el argumento a uno de los grandes problemas de Europa. Y lo hace sin anestesia, de manera casi visceral, recreándose en la miseria del migrante o proclamando abiertamente el antimilitarismo, desnudando a los soldados para convertirlos, despojados de sus prejuicios, en seres humanos reconciliados. 

Unos abucheos sin una gran explicación

El director de escena toma partido y eso, tan propio de cualquier teatro, pareció no gustar al público que acudió a la función, que aplaudió a los cantantes y la orquesta pero abucheó sonoramente al dramaturgo canadiense. La desaprobación de los abonados a los estrenos, un público a veces poco generoso y no muy aficionado al género, resulta difícil de entender. En esta producción poco o nada hay de escandaloso en la puesta en escena y, desde luego, nada es gratuito, a diferencia de otras producciones que parecen buscar la polémica por la polémica.

¿Les molestó la humanización del refugiado? ¿Les pareció un atrevimiento la (por otra parte shakesperiana) historia de amor entre una perdedora de una guerra y un príncipe heredero? ¿Había atlantistas en la sala que no pudieron soportar que en la obra el Ejército renunciara a sus armas en favor de la paz tras una guerra cruenta? Quizás algunos asistentes quedasen decepcionados por una obra seria de Mozart, sin apenas arias icónicas que silbar a la salida, que encima bordea las tres horas de duración. 

Cambio climático y patriarcado

Pero Idomeneo tiene muchísimas más capas y su lectura hoy fascina no solo a Carsen, que llevaba muchos años queriendo ponerla en escena de nuevo. En unos meses se estrenará en el festival de Salzburgo (Austria) otra producción, que corre a cargo del prestigioso Peter Sellars. En una entrevista reciente con EL ESPAÑOL por su última producción en el Teatro Real, Sellars avanzó que se centrará en explorar la ira de los mares, encarnados en la ópera por Neptuno. Para él, se trata de una ópera "sobre el cambio climático, sobre cómo negocias con los océanos para que sobreviva la próxima generación".

Eric Cutler, en el papel de Idomeneo, en una imagen de la producción. Teatro Real / Javier del Real

El diálogo entre dos generaciones, entre lo viejo y lo nuevo, entre el la gestión egoísta y la esperanza del altruismo se ve claramente en las figuras de Idomeneo y su hijo, Idamante. El primero llega a tener en sus manos el poder de sacrificar a la próxima generación, una posibilidad (la de que no haya futuro) demasiado actual. Se conduce en secreto, atormentado por las consecuencias de sus propias decisiones, que hacen de él al mismo tiempo un hombre y un monstruo, como Carsen apunta en uno de los momentos más interesantes a través de un juego de luces y sombras. El segundo, Idamante, es enamoradizo e inocente. Va de cara y busca la resolución de conflictos de manera ordenada. Sólo quiere vivir en paz. Sin que haya buenos y malos (nunca es tan fácil), la obra es también una demoledora crítica al patriarcado y una profunda reflexión sobre los estilos del liderazgo.

Paralelismos con la vida de Mozart

No es difícil encontrar los paralelismos en la vida de Mozart, que estrenó esta obra con 25 años tras pasarse toda su vida absolutamente tutelado, habiendo sido paseado por las cortes europeas como niño prodigio y con su padre aprobando y desaprobando cada uno de sus movimientos, incluidos los amorosos o las modificaciones de esta partitura. Si Idomeneo tiene que decidir si mata al hijo, reminiscencias bíblicas incluidas, el desenlace de la obra de Mozart es la abdicación de su padre para que Idamante pueda reinar y amar a quien quiera, con su pescuezo a salvo. 

También saltan a la vista las reflexiones sobre el nacionalismo, el egoísmo o la deshumanización que desembocan en guerras y crisis humanitarias que sólo pueden superarse sobre la base de un profundo proceso de reflexión. Como telón de fondo, en el tercer acto, aparece la ciudad siria de Deir Al-Zor, en una impresionante fotografía de la Agencia Reuters tomada por Khalil Ahawi y que muestra la destrucción de la guerra.

¿Cómo seguir adelante después de un conflicto así? Mientras Idomeneo no es capaz de aceptar que la guerra ha acabado, Idamante apuesta por vivir con aquellos que hasta ahora eran sus enemigos. La aplicación a las sociedades actuales, cada vez más fragmentadas y atomizadas en su autoafirmación, parece evidente. Por no hablar de la rivalidad entre Ilia y Elettra, dos perdedoras que compiten por el mismo hombre entre reproches mutuos sobre la condición social o política. 

Las manos de Ivor Bolton y Elettra

La dirección musical corre a cargo de Ivor Bolton, el director musical del Teatro Real, un gran amante de Mozart. La orquesta se revela como un ser vivo, bastante flexible, al servicio de la punzante sencillez del compositor. Bolton transmite su carácter a veces vibrante y colorista y, en otras, las menos, un poco más plano. Los espasmódicos gestos del maestro inglés, que dirige sin batuta y retorciendo las manos, dejan la duda sobre el por qué de algunos desajustes en las entradas de la orquesta, que en general ejecuta con corrección la partitura, salvo algunos inexplicables deslices en los metales. 

La nómina de cantantes es desigual. Sobre todos ellos destaca Eleonora Buratto, en el papel de Elettra, con una voz ancha, resonante y perfectamente anclada, acompañada además de una gran tensión dramática. Su presencia en el escenario sobresalía sobre todas las demás. A su lado palidecen el tenor David Portillo (Idamante), con diferencia el menos interesante de los protagonistas, y Anett Fritsch (Ilia), que además no tienen ninguna química y pierden la oportunidad de brillar con el dueto de amor del tercer acto. Eric Cutler (Idomeneo) es solvente en lo vocal y en lo actoral al igual que Benjamin Hulett (Arbace). Junto al esforzado coro hacen un buen trabajo en medio de las decenas y decenas de figurantes que tanto siembran el suelo de cadáveres como sirven para encarnar los horrores de la guerra con un paisaje de destrucción como telón de fondo.

(Idomeneo se representa hasta el 1 de marzo en el Teatro Real)

Imagen de Idomeneo, la última producción del Teatro Real. Javier del Real / TR

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