El cuadro Flor Negro, de José María Sicilia, en la exposición.

El cuadro Flor Negro, de José María Sicilia, en la exposición. Dani Pozo

Arte

Los cuadros que escuchan los secretos del Gobierno.

Una muestra en Palacio Real desvela las obras que decoran las paredes de los despachos de los políticos.

6 noviembre, 2015 21:20
Peio H. Riaño Dani Pozo

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Acrílico sobre lienzo. Tres metros de alto por tres metros de ancho. Un año después de pintarlo, José María Sicilia (Madrid, 1954), presentó en exposición el resto de la serie de 20 cuadros del mismo formato cuadrado inmenso en la exposición en el Palacio de Velázquez. Según el conservador Javier Barón, ejercieron gran influencia entre los pintores españoles más jóvenes y al artista le valió el Premio Nacional de Artes Plásticas. Ese mismo año Patrimonio Nacional lo compró para la colección real de Juan Carlos I.

Desde el fondo blanco emerge una forma negra. Podría ser un rasgón sobre la pared, la grieta por la que se escapan los secretos de los ministros que cada viernes, camino del Consejo donde debaten el futuro del país, susurran frente a él. Ahí permanece desde hace años, inmóvil y fiel a las discusiones y chascarrillos de los hombres y mujeres que deciden, a las ideas peregrinas, las soluciones de urgencia y las reformas que modernizan o atrasan al país.

Ahí permanece desde hace años, inmóvil y fiel a las discusiones y chascarrillos de los hombres y mujeres que deciden

“Una aparición como campo de batalla, una herida donde la perspectiva se invierte”, ha escrito el propio Sicilia por correo electrónico, interpretando su sobrecogedora obra. “La imagen se forma donde debe formarse, donde alcanza la vida. Ver es perder”. Un cuadro que invita a huir de las apariencias y de la imagen evidente, en el centro del mejor de todos los teatros. Un lienzo que avisa de la mentira superficial ahí, precisamente, en el lugar donde las papas queman.

Dar a luz

El arte que adorna las decisiones en Presidencia sale de las colecciones de pintura contemporánea de Patrimonio Nacional, que estos días, además, se exhiben públicamente en las salas de Palacio Real, en una maravillosa muestra dedicada al arte contemporáneo en las colecciones de los dos últimos reyes.

El cuadro de Miquel Barceló, habitualmente en El Prado.

El cuadro de Miquel Barceló, habitualmente en El Prado. Dani Pozo

La finalidad de estos fondos es decorar los espacios de alta representación institucional, vestirlos para ensalzar a sus habitantes. El arte ha disfrazado al poderoso desde su nacimiento, al servicio siempre de la personalidad del que paga, ensalzando sus virtudes y blanqueando sus defectos. Todos estos lienzos viven lejos de los museos, su hábitat natural. Van y vienen, corren por los despachos, se mueven entre las salas que dan la bienvenida a las personalidades.

La serie a la que pertenece Flor Negro, el cuadro de Sicilia, tuvo un proceso de ejecución curiosa: primera capa de pintura acrílica en rojo a la que añadió pigmentos ocres con sus manos sobre la capa aún húmeda de la pintura. Luego, cubrió con una capa de cola y pintura con pigmento seco. Los desgarros que se aprecian aparecen al aplicarse este último. Hay grietas y desprendimientos, cuestión de azar. En el centro, la mancha negra. Negro.

Memoria de la Segarra II, Joan Hernández Pijuan.

Memoria de la Segarra II, Joan Hernández Pijuan.

No está sola en el complejo de Moncloa, en Presidencia, junto al Sicilia, aparecen -también en la exposición- El número y las aguas XVII (1995) de Pablo Palazuelo; La lengua del gato (1986), de Luis Gordillo; Privilegio B/4588 (1986), de José Manuel Brotto; y la extraordinaria Memoria de la Segarra II (1989), del maestro Joan Hernández Pijuan, donde hace visible la atmósfera y la hondura. El pintor barcelonés sostenía que no hay gesto pictórico tentativo y, al tiempo, cada obra revela un detalle imprevisto.

A mayor gloria 

El arte al servicio del poder político es la mejor propaganda de un país. Hace tres siglos, Carlos III quiso dignificar la monarquía a través de la imagen. Debía transmitir en el exterior que la ilustración y la civilización habían arribado a España. En 1778, el despacho del conde de Floridablanca tenía como adorno en las paredes estampas de la colección de trajes de España de Juan de la Cruz -la serie que cambió la imagen de los españoles- de las pinturas de Velázquez grabadas por Goya, y de la serie de las Vistas del palacio de Aranjuez.

“Es decir, el adorno se componía de una selección de las tres series de estampas más importantes de la propaganda política en curso a mayor gloria del rey en ese momento”, recuerda a este periódico Jesusa Vega, catedrática de historia del arte moderno y contemporáneo de la Universidad Autónoma de Madrid.

Sinensis IV, de Pablo Palazuelo-3.

Sinensis IV, de Pablo Palazuelo-3.

“Cuando el embajador británico en la corte de Carlos III, Lord Grantham, visitó al ministro Floridablanca inmediatamente se lo escribió a su hermano, por eso sabemos que tenía en las paredes ese despacho por la carta, y este hecho demuestra a su vez que la finalidad con la que estaba hecho el adorno fue eficaz. La política de Carlos III hacia el exterior era la dignificación de su monarquía y, claro, la imagen era fundamental”. La idea de que culturalmente la ilustración y la civilización habían llegado.

Regresamos al siglo XXI para pasear por las estancias de la exposición de Palacio Real: Eduardo Arroyo, Juan Uslé, Carmen Laffón y Guillermo Pérez Villalta, entre otras, figuran en la decoración del edificio. Juan Genovés cuelga en el Ministerio de Economía y Hacienda. Y en El Pardo, La ruta de Mo (1988) y el impresionante Saison des pluies (1989) de Miquel Barceló, el pintor español más politizado de todos: en los ochenta cambió el color de este país ante el mundo. La dictadura había muerto y tocaba modernizar. El joven Barceló fue el elegido para acabar con grisura de un país sin libertades. Años más tarde también se encargó de la decoración del salón de las Naciones Unidas, en Ginebra, en un nuevo servicio político del arte.