Ahora me doy cuenta de que la Madonnina es la que lo sabe todo. Me doy cuenta al volver en albornoz a mi habitación y asomarme al ventanal para verla brillar en la noche milanesa desde sus 108,5 metros de altura sobre la ciudad. ¿Todo? ¿Sabrá que tengo tres hombres con chaleco antibalas en la habitación de al lado?

Llegue a Milán hace unas horas en una fría tarde del húmedo otoño milanés, ya bajo esa espesa nube alpina que todo lo empapa. En la ciudad aún se siente la resaca post masacre. Hace cinco minutos que la embajada norteamericana acaba de enviar un mensaje de texto a sus conciudadanos para recomendarles que no vayan al centro por riesgo de atentados y mi primera cita, en vez de ser en la Pasticcería Cova, la legendaria pastelería de Monte Napoleone, se trasladó a las afueras.

Me instalo y sin conectarme al wifi gratuito salgo de la habitación. Doblo la esquina y me encuentro frente a tres hombres con chaleco antibalas que me miran como si fuera sospechoso, mientras cruzo el pasillo en albornoz rumbo al spa. En el ascensor, tiro de trucos de gacetillero y le sonsaco a la gobernanta que protegen a un político saudí. Espero no provocar ningún conflicto internacional porque subo a la octava planta a darme un baño. Un baño turco.

De regreso, al escuchar mis pisadas sobre la moqueta de Armani Home, los tres guardaespaldas pegan otro respingo y se tensan como el espinazo de un guepardo. Me dan ganas de dejar caer el albornoz y mostrarme tal y como la señora Dolores me trajo al mundo para que vean que estoy indefenso, exfoliado pero indefenso. Consigo aguantar el tipo. El incidente hubiese sido mayor.

Qué no habrá visto el hotel Armani desde que se inauguró. Basta imaginarse sus fiestas durante las semanas de la moda. Es el gran foco social de la ciudad para nerviosismo del Principe de Saboya, del Four Seasons o del Mandarín. Y ofrece una de las experiencias más glamourosas del mundo, eso sí, con una entrada mínima en los buscadores de reservas por encima de los 500 machacantes.

Imagen del resorts del hotel Armani en Milán.

Imagen del resorts del hotel Armani en Milán. Flickr

Incidentes internacionales aparte, la estancia es un masaje de detalles. Dónde sino está la diferencia entre el lujo y el confort. Y lo notas cuando al llamar a la conserje su voz no se quiebra cuando le dices que olvidaste el cable del iPhone 6. Sientes que sabe que nueve de cada diez huéspedes se quedarán sin batería. Y tiene uno preparado que suben a tu estancia en cinco minutos. Y así detalle tras detalle. Los cosméticos de la factoría Armani. El minibar con todo incluido y frutos secos envasados en un packaging Armani. Las zapatillas con la etiqueta de la casa para esos huéspedes que piensan que un souvenir es un jabón de hotel y arramplan con todo. El muro de bambú, fresco en tu terraza, cuidado con esmero por el jardinero y el iPad desde el que manejas luces, temperatura, la televisión y tu registro en el hotel.

Armani está muy preocupado porque no se pierda la experiencia del lujo, esa que marca la diferencia. Y por eso defiende con uñas y dientes lo que ha conseguido después de 40 años, una marca global, que no significa nada más y nada menos que estar en todos los países, inmerso en todas las disciplinas, presente en cualquiera que sea el segmento. Y en todos y cada uno, no estando por estar, sino transmitir ese charm que le hace tan especial. Bajo su estricto control. Férreo. Porque Giorgio Armani, a sus 81 años, está presente, casi omnipresente en cada look, en cada portada que los editores mandamos a imprenta... y por supuesto, en cada hotel. Que “Giorgio Armani is in the house” se siente en su el hotel de Dubai pero sobre todo en el de Milán, porque es el Hotel con mayúsculas. Un edificio que hace de “albergo” de un centro comercial con toda la gama de la casa, Armani Libri, mi librería favorita de la ciudad, en la que, por fin, ya distribuyo mis revistas, una tienda de chocolates y mermeladas bajo el nombre de Armani Dolci y una sofisticada floristería, que presume de pistilos bautizada, cómo no, Armani Fiori.

Todo es Armani. Todo es de Armani. Quizá la Via Manzoni, con sus adoquines pulidos y su tranvía revoltoso un día se llame Armani también.

A tan solo unos metros de la puerta, nada más girar a la izquierda, se venden más flores. Cuatro hombres de color, inmigrantes subsaharianos, protegidos del frío húmedo que baja de los Alpes, con gorros fluorescentes de mercadillo, ofrecen a los clientes de Armani Nobu, el mejor restaurante japonés de la ciudad, rosas rojas para sus acompañantes. Es el otro Milán, no el de la Fashion week, sino el de every week. Tampoco dejen de verlo.