Qué orgullo de pasado, del lejano y, sobre todo, del presente. Cuando echas una mirada atrás y recuerdas la transición, momento convulso donde los hubiera, con riesgos importantes como no hemos vuelto a vivir, con miedos, esperanzas, lances e inseguridades como en pocas veces hemos vivido los españoles y en los que, de uno y otro lado, tenían un modo de vida distinto de la política, acudían a servir a España, capaces de negociar, discutir, luchar y llegar a consenso. Recuerda que fue la “era del consenso”, que se luchó e impulsó ese modelo de trabajo en el que se era consciente de que sólo por sentarte en la mesa de negociación ya habías perdido algo y habías ganado algo, pues negociar es saber perder para ganar ambos.

Los políticos, todos, eran personas con un trabajo, con una “mochila” a la que regresar y cuidar si el proyecto político, o el paso por el mismo, finalizaba, bien por finiquitarse, bien por haber cumplido la misión, de forma que corrupción habría, pues el ser humano es corrupto, pero fue el momento en que se construyeron, forjaron y organizaron los controles políticos que permitían que el ciudadano tuviese formas de vigilancia de sus políticos.

Ese pasado fue en el que se generó el tiempo de libertad más importante que hemos vivido, en el que la democracia surgió y creció como la espuma, resultando el momento de mayor calidad democrática que hemos desarrollado.

Momentos en los que la violencia ejercida únicamente por los terroristas era desdeñada por los ciudadanos y por los políticos hasta el punto de que, cuando el nivel de crispación superaba determinados niveles, era reprobado por el ciudadano y evitado por la clase dirigente.

La libertad, era la máxima, los excesos libertinos eran admirados como excesos de libertad y permitidos por una sociedad esponja que estaba deseosa de disfrutar de esa libertad, por más que conscientes de que le faltaba un mínimo de control moral o intelectual.

Hoy observamos la caterva que nos dirige y, evidentemente con excepciones, nos dan ganas de vomitar. Gentuza que no ha trabajado en su vida, que se ha dedicado a la destrucción por la destrucción de lo construido, que denostan el pasado que les ha permitido su libertad, que lucran lo que jámás hubieran conseguido lucrar ni en el sector público ni en el privado, de no ser por sus manejos políticos, sus mentiras, sus entramados despreciables que sólo se construyen con el enfretamiento, la crispación y el derrumbe de lo generado y que ha permitido nuestra democracia.

Son, unos y otros, los que han recuperado los superados “rojos” y “azules”, los que se han envuelto en la bandera del progresismo o de la “nación”, cuando es evidente que progresar quieren todos y la nación es de todos y que todos los que buscan la convulsión y el estremecimiento lo hacen para lograr una posición que de otro modo nunca alcanzarían y que se obtiene con la eliminación del adverso y por la concesión del voto ciudadano.

Es descorazonador el haber discursado durante años un proyecto de vida en común y que, paulatinamente observes cómo quien debió de impulsar lo hablado lo ha ido desmontando, desmembrando, destruyendo para, cuando te quieres dar cuenta, observar que de lo hablado, lo construido, lo diseñado, ya no queda nada, todo se ha transformado y acomodado sin negociación, conversación o aceptación, por el devenir de los tiempos y, con ello, hemos perdido libertad, democracia y, sobre todo, confianza en lo que ellos podrán hacer ya.