Castilla y León

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El valle perdido de Las Batuecas

12 diciembre, 2018 18:06

La Sierra de Francia esconde en sus escarpados rincones los más increíbles secretos, muchos de ellas esperando todavía a ser descubiertos por intrépidos pateadores de cada palmo de terreno. Recónditos parajes permanecieron durante siglos cual inalcanzables anhelos del hombre, lugares que el progreso ha acercado a pasos agigantados, escondites donde sólo antes se podía llegar con esfuerzos sobrehumanos asemejándose a las más habilidosas cabras montesas. Pero si hay un lugar lleno de magia y misterio, es el entorno de La Alberca, un vergel inexplorado hasta no hace más de cinco siglos que protagoniza numerosos relatos transmitidos a la luz de la lumbre en oscuras noches de aquelarres y embrujos. Es el valle perdido de Las Batuecas.

Cuenta la leyenda que mientras el hombre ansiaba conocimientos y se lanzaba a la búsqueda del nuevo mundo allende los mares, aún existían lugares inhóspitos en su propio hábitat que les eran totalmente desconocidos. Así ocurría con todo el entorno natural del sur de la provincia de Salamanca, allá donde desafiantes cumbres rodean una depresión con una singularidad botánica y zoológica todavía admirables para cualquier investigador.

En la Edad Media, los pocos habitantes de una tierra tan dura para vivir como bella para saborear, sabían de la existencia de unos seres extraños en ese valle que se extiende por lo que hoy conocemos como Las Batuecas. Salvajes los llamaban, seudohombres con otra fisonomía y lenguaje que habitaban los parajes más recónditos del entorno serrano de La Alberca. No se comunicaban con nadie, andaban desnudos y se dice que veneraban a una especie de demonio. Eran como fantasmas del bosque, apareciendo de la nada cual espíritus deseosos de mártires y desapareciendo ipso facto sin dejar menor rastro para seguir sus escondrijos. Los pastores de la zona apenas se atrevían a bajar hasta la profundidad del valle por temor a encontrarse con eso peculiares seres.

Así ocurrió hasta que en torno al año 1600, los monjes, absortos por la atracción seductora del mismísimo paraíso, obviaron las habladurías y mitos para, siguiendo el hábito de pasar del mundanal mundo que les rodea, instalarse en Las Batuecas y permanecer allí por los siglos de los siglos. Aseguran los más viejos del lugar, según le dijo un día el abuelo de su abuelo, y así incontables generaciones, que los monjes que construyeron el famoso monasterio del valle cohabitaron durante mucho tiempo con aquellos seres casi llegados del averno, paladeando el bálsamo de los eucaliptos y mirando absortos el porte de los tejos seculares.

Tal es éxtasis que produce el camino valle arriba por la orilla del río, a través de soberbios alcornoques que flanquean un sendero que remonta el curso del agua por su margen izquierda. Nadie supo nunca cómo pudieron sobrevivir los monjes entre los seudohombres, ni si aún se encuentra algún descendiente entre ellos. De hecho, hay quienes piensan que, celosos de su destino e inadaptados al sino de los tiempo, alguno todavía campa entre las entrañas del valle sin comprender que son esos aparatos que nosotros llamamos coches o por qué llevamos lo que para ellos son andrajos y nosotros llamamos ropa, pues aún continúan desafiando a las escarpadas cumbres con sus desnudos torsos. Ocultos entre la maleza.

Algo sí hay bien cierto. A dos kilómetros del inicio de la senda desde el valle a la cumbre de la Sierra, nada más atravesar una enorme pedrera, aparece a la derecha una troncha que conduce raudo hasta el canchal de las Cabras Pintadas, zona donde se hallan algunas de las muchas pinturas rupestres que se reparten por todo el valle. Tal vez sean el código dejado para la posteridad por este extraños seres de lenguaje indescifrable del que dicen todavía investigan los monjes del monasterio en busca de un significado. Allí, descendiendo el Portillo, entre el arroyo de la Palla o el arroyo del Chorro, todo parece ajeno al mundo exterior, como si el tiempo jamás transcurriera. Así lo narra la leyenda, deteniendo el devenir de unos cavernícolas. Así lo recoge la realidad, aquella en que se dice que 'estar en las batuecas' es permanecer distraído.