Las revoluciones son cambios profundos, normalmente rápidos y violentos, que transforman la estructura de una sociedad. Hay revoluciones grandes que aparecen con fechas concretas en los libros de Historia y también revoluciones pequeñas, donde esa metamorfosis no supone una conversión apostólica, sino el resultado de la persuasión de la propia realidad, que suele ser más tozuda que cualquier ideología.

Nuestro mundo rural, abandonado durante décadas hasta por las palabras que lo alejan y diferencian del cosmos urbano, está experimentando en los últimos años una serie de pequeñas revueltas que podrían cambiar el trágico destino al que lo condenaron los geógrafos. Los pueblos envejecidos, olvidados, lejanos, desconectados, vacíos, cerrados y ausentes podrían tener una oportunidad.

Dijo Thomas Jefferson que “cada generación necesita una nueva revolución”, y cada vez resulta más probable que la de los centennials no esté en los pisos compartidos, los trabajadores pobres y las ciudades inhóspitas. La siguiente pequeña revolución es una vuelta a lo rural, lenta pero inevitable como un reloj de arena.

El primer aviso, y la primera rebelión mínima, ocurrió con la pandemia de covid de 2020. Las ciudades fueron jaulas y los pueblos libertad, provocando un éxodo mínimo de teletrabajadores, nómadas digitales y familias que preferían el salvavidas de la tierra a los barrios encogidos de las urbes. El segundo fue el apagón, cuando durante casi un día solo pudieron cocinar, abrir los grifos y hacer la compra en el huerto aquellos que normalmente consideramos en los márgenes del progreso.

El tercer aviso, y donde la revolución se volvió violenta, es la llamada emergencia climática. Sobre el cambio climático todos fuimos escépticos o egoístas. Escépticos porque la comunidad científica ha abusado de los apocalipsis tanto como Nostradamus. Egoístas porque, leyendo la letra pequeña de los estudios, los efectos devastadores nos pillarían bajo tierra. Sin embargo, estamos siendo atropellados por nuestra propia soberbia. No hacer casi nada lo ha acelerado todo y así, solo en España, en un año hemos sufrido una DANA devastadora, la ola de calor extremo más larga de la historia y una oleada de incendios indomables que nos hicieron ceniza.

Las consecuencias del cambio climático son bofetadas a las que nos resistíamos igual que los adolescentes a las responsabilidades. Pero pueden cambiarlo todo. La esperanza verde del mundo rural es una economía sostenible que gestione el paisaje. Nos engañamos. No es posible un territorio sin sector primario. La economía verde no era llenar los campos de placas solares y las colinas de aerogeneradores. Era mantener rebaños, quemar madera, controlar la fauna y sembrar los campos. La revolución es volver a trabajar los pueblos como aval de supervivencia.

Es este un levantamiento pacífico, currante e imprescindible también para las ciudades. “Las ciudades contienen todas las humanas derrotas”, escribió en el siglo I el romano Valerio Máximo. Si muere lo rural, esa derrota será definitiva. Quizá este sea el manido final de la Historia: la economía de la tradición como única garantía de progreso.