Cuando eres crío, los amigos de verano son los que ves durante las vacaciones de julio y agosto. Esos amigos de la casa de la playa, del pueblo de tus abuelos, del campamento del cole… Esa pandilla a la que estás deseando volver a juntarte y que te cuente todo lo que ha pasado durante el curso escolar. Cada uno de una provincia distinta, volvías a tu ciudad escuchando un grupo de rock de Extremadura, vistiendo no sé qué moda de Madrid y el acentillo gallego, por ejemplo.
Antes, sin móviles, manteníamos el contacto con los amigos de verano por correo postal. La ilusión de llegar a casa después del cole y que tu madre te dijera que habías recibido una carta desde Santander, es algo que debería vivir todo el mundo. Responder esa carta también era todo un ritual, que incluía varios borradores, alguna foto revelada y secretos que nadie más podía leer. Creo que por eso miro a menudo el buzón, no porque me vaya a escribir alguien en concreto, sino por la liturgia de los buenos recuerdos.
Parece que se acaba agosto y entra la melancolía. Ya solo se habla de la vuelta al cole, de los proyectos que se activan en septiembre, de mudanzas, rutina y despedidas. Vuelven las cervezas para ponernos al día y contarnos las respectivas aventuras vividas rascando los últimos rayos de sol en una terraza a veces rodeada con demasiado griterío.
Ahora que ya somos adultos (algunos menos funcionales que otros), los amigos de verano son incluso más importantes que los amores de verano. La diferencia es que los primeros sí tienen posibilidad de permanecer en tu vida más allá de otoño; lo de los segundos… es más complicado. Y así es como se aprende que las cosas que tienen un final también pueden ser intensas y de verdad.
Los amigos de verano tienen ventaja: los acompaña el entorno, la despreocupación y el buen tiempo. Por eso a veces se les idealiza. Puedes conocerlos en un festival, un chiringuito o gritando de un barco a otro. En vacaciones la gente es más agradable y quiere gustar, eso se nota en la sonrisa y la mirada. A veces también en la forma de tocarse el pelo.
Lo increíble es cuando conoces a gente tan auténtica y tan en tu sintonía que solo con intercambiar un par de frases sabes que la noche puede acabar cantando Calamaro en la playa, cogiendo los vuelos para el siguiente viaje o pescando en una ría.
Este verano he conocido a gente fantástica, amigos efímeros que saldrán en las conversaciones de ponerse al día y quedarán en anécdotas divertidísimas.
Pero también amigos con los que quiero seguir riéndome hasta llorar. Los que necesitaban soltarlo o reírlo todo y, después, otra botella de vino porque no me quiero ir. Buscar un antro abierto para la última, esa última a la que siempre sigue otra después. Este verano he visto las sonrisas más sinceras y la felicidad en la cara. Os prometo que para nosotros, el verano no ha terminado.