“A menudo, creo personajes que piensan lo contrario que yo, para obligarme a dialogar con esas ideas”, apunta Rodrigo Cortés en Vida Nueva. La entrevista se plantea a raíz de su último libro, 'Piedra blanda'. Una fábula gráfica que cuenta con una coautoría esencial: los grabados de Tomás Hijo. El vínculo salmantino de Rodrigo y de Tomás podría ser motivo suficiente para traerlos a esta columna, pero el talento de ambos configura una justificación más rotunda y contundente.
Arranco con esa cita por la anomalía que representa en nuestro tiempo. Se ha vuelto una rareza dialogar con un otro de ideas ajenas a las propias. El 'muro' se ha edificado en el ámbito institucional (literalmente se inició así la legislatura, con mención expresa en el Congreso, durante la propia sesión de investidura), y los muros se han seguido construyendo, ladrillo a ladrillo, en múltiples espacios del ámbito social y mediático.
Las 'cámaras de eco' y los 'efectos burbuja' se alimentan de ese afán por escuchar justo aquello que ya pensamos (o, por ser más precisos: justo aquello que creemos saber, aunque en realidad no lo hayamos pensado tanto como suponíamos). Dentro de esas cámaras y burbujas, todo fluye: el manoseado argumentario no encontrará réplica alguna; el respectivo chivo expiatorio no tendrá abogado defensor; los idolatrados gerifaltes carecerán de sensata competencia; y las salvadoras siglas seguirán brindando una inmaculada trayectoria ante la que nada cabe objetar.
Dentro de la fortificación, todo son comodidades: oyes lo que quieres oír, ves lo que quieres ver, y encima hasta resulta lucrativo. Los medios de comunicación que estén en esa dinámica, los institutos y entidades que se muevan con esas coordenadas, buscarán a quienes encajen de forma milimétrica en el perfil correcto: el perfil hegemónico para cada una de las camarillas.
Sin embargo, esa construcción de fortalezas llega acompañada de una inmensa debilidad: la absoluta servidumbre al ideario de turno, la colosal dependencia de la correspondiente cháchara. El bochornoso espectáculo que brindan abundantes políticos, cuando se les saca del runrún oficial, es un show que se observa en más escenarios: esos activistas que andan por ahí (los hay que dicen ser periodistas, analistas, profesores, expertos…), sermoneando la directriz incontestable de su secta.
“No se lee para entender sino para llegar al milagro”, escribió Gustavo Martín Garzo en 'El hilo azul'. Un libro que aglutinaba dos pasiones: la de contar y la de leer lo contado. Un libro que, a través de distintos ensayos, indagaba en ese prodigio.
Supongo, aunque eso no lo apuntaba Martín Garzo, que ese “milagro” nunca es un destino final. No hay punto de llegada, porque la última estación siempre podría ser la primera: la primera de un nuevo itinerario. De manera que quizá el “milagro” resida en emprender el viaje y mantenerse en ruta. Quizá el “milagro” pase por querer seguir a bordo.
Quienes no tienen ninguna necesidad de entablar conversación con algo distinto y distante al propio ombligo; quienes encontraron sus previsibles respuestas, y así dejaron de buscar, se embarcaron en otros rumbos… pero tal vez se apearon de la milagrosa travesía.