En cada vallisoletano, sea de nacimiento o de adopción, hay una responsabilidad histórica con la Semana Santa. Las calles desprenden cada primavera una esencia depurada a lo largo de los siglos que anida en la boca del estómago, en ese punto indeterminado de las entrañas donde remueven las cosas importantes. Hay una forma de mirar, de estar y de ver pasar. Es escuchar a lo lejos los tambores y uno ya se yergue diferente. Es tener delante las obras más relevantes de la imaginería barroca y los ojos se cargan de emoción. Año tras año se activa esa maquinaria automática, renovable y eterna. Como si fuera la primera vez. Como si esta vez fuera la última.
El deber de cada vallisoletano con su Semana Santa va más allá de sus creencias, devoción y fe. Es un bendito peso que se incluye con la pertenencia a esta ciudad. Una orgullosa condena que se va adquiriendo sin darse cuenta, a los pocos años de convivir con sus gentes. Nadie puede librarse de ello, aunque algunos pocos se empeñen en esconderlo. La Pasión según Valladolid es un visado invisible de vallisoletanía, diría José Peláez, que se renueva cada primera luna llena de primavera.
En Valladolid, el legado de la Semana Santa se mantiene de dos maneras: desde la religiosidad y desde la identidad. No son incompatibles. Desde la religiosidad, se siente en el fervor de las cofradías y en las aceras, en las iglesias y en las tribunas de la Plaza Mayor, bajo el capirote y el peso del paso, cantando a coro la Salve frente a las Angustias, en la Catedral como cruce de caminos de todas las procesiones y en los balcones, cual palco efímero de miradas que rezan. Hay una Semana Santa netamente católica y espiritual, que protege la pureza del origen y el significado del rito.
Desde la identidad, hay otra Semana Santa también imprescindible. La que guarda el olor a gubia, madera y policromía en la condición de vallisoletano. Igual que en Sevilla los huesos huelen a azahar y en Valencia a pólvora. La que, a los que siempre anduvimos escasos de fe, nos atrae con tal magnetismo que hay quien lo llamará epifanía. Existe en Valladolid una posibilidad infrecuente de dialogar con la belleza. Un privilegio que defender como herencia artística y cultural irrepetible. Tuvo la suerte esta ciudad de acoger al mejor Gregorio Fernández, Juan de Juni, Francisco y Bernardo del Rincón o Juan Antonio de la Peña, entre muchos. Mantiene el honor de entregar sus obras a la ciudadanía una vez al año.
Estas dos maneras de habitar la Semana Santa confluyen en un ceremonial único en cada procesión. Un silencio pesado entre la muchedumbre. Una espera paciente y ordenada. Una solemnidad que hace del asfalto templo, museo y teatro. Una sobriedad emocionada, fiel y respetuosa, que une la diversidad en una comunidad acogedora. Donde huelen igual la madera y los huesos. Como si fuera la primera vez. Como si esta vez fuera la última.