Tenemos la certeza de que vendrá otra cosa, distinta a esta. Nadie sabe nombrarla, ni ponerle rostro. Tal vez sean los rusos, los chinos, quizá nosotros. Será distinto, no esto y nos arrastrará a todos. No sabemos si habrá panaderías los domingos o tan sólo la moneda sea otra. Si al pan seguirán haciéndole una cruz los panaderos como un bautismo antes de echarlo al mundo. Si habrá periódicos y quién los venda. Hay algo que cambia aunque nadie sepa ponerle nombre todavía y que nos tiene a todos en alerta. Hay guerras que no necesitan declararse, sencillamente se viven y la mayoría es consciente de ellas. Una guerra contra el siglo, contra todo lo que conocemos, contra nosotros mismos. Aquí no llueven balas, ni están las estaciones de metro atestadas de madrugada de gente refugiándose de los misiles. Aquí sólo hay una incertidumbre general, como si hubiesen revuelto todos los muebles de la casa, la casa misma y no sabemos si ahora está en ruinas o aún no han tocado a la puerta.
Los valores, estos valores con los que nacimos –europeos, libres, libertinos, iguales y fraternos- son el epitafio sobre la lápida de nuestro siglo. Puede que esto sea un "fin du siècle", pero qué siglo el que dejamos... Es el siglo en el que no compuso Strauss, pero aún se le escuchaba todos los unos de enero en cada casa, el de Marcelino marcándole de cabeza a Rusia un gol, el de Raúl González con un capote en Europa y el de los niños creyendo que sabíamos de toros por aquello, hasta que después llegó Morante y ya entendimos los toros como hombres, como los entendieron nuestros abuelos, ellos que vieron torear a Belmonte, a Manolete, a Rafael de Paula a Curro y a Morante... Este siglo en el que no conocimos el final del imperio romano, pero en el que se derrumbó Nueva York, que es la capital del imperio de occidente y el Rubicón lo cruzaron los bárbaros y no Julio César. Seguimos sin noticias de Gurb porque todo lo que sabemos es de este mundo.
Tal vez ya todas las inteligencias sean artificiales y no quede nada de verdad. Todo lo que venga después será otra cosa, también nuestra, pero ya no tanto, porque el mundo sea otro, menos nuestro, más de otros, que es lo que ocurre al hacerse viejo o con las guerras de forma mucho más acelerada. No será este mundo de ayer que heredamos de Stefan Zweig, aquella Viena que no terminó de morirse y en la que ellos también intuían que llegaban los bárbaros. Vivíamos en los estertores de aquella Viena, de aquella Roma, de aquella Grecia, del Madrid de Goya, del París de Baudelairen, del Valladolid de mis abuelos.
Hoy lo único que sabemos es esto. Y que el mar sigue siendo el mar. Hoy lo he visto, que para alguien de Castilla siempre es un milagro. Como si Colón volviese a avistar tierra nosotros descubrimos otra vez el mar. «Mar a la vista». El mar sigue en su sitio. Lo importante del mar es eso, que es una certeza inamovible, saber que uno vuelve convencido de encontrarlo exactamente donde lo dejó.
Mañana se acabará el mundo o seguirá igual, pero el mar estará en su sitio.