Cuenta una antigua leyenda que hace muchos, muchos años los docentes eran queridos, valorados, respetados y uno de los pilares de la sociedad.

En aquellos momentos, las decisiones que tomaban no se cuestionaban continuamente y se creía en el buen hacer de estos.

Los padres daban por buenas todas sus decisiones y, en el caso de tener alguna discrepancia, lo hablaban de una forma clara, de tú a tú con ellos, para buscar la solución al problema ya que tenían claro que lo único que deseaban estos maestros era el bien del menor y su progreso personal y académico.

De aquellos tiempos donde los padres y profesores iban a una, buscando el bien mayor para sus alumnos e hijos, han pasado ya muchas décadas. Prácticamente este concepto está olvidado.

Hoy en día la profesión docente se ha convertido en otra cosa.

Son meramente comerciales de sus respectivos centros de trabajo, donde el cliente, en este caso padres y alumnos, manda y tiene siempre la razón.

Pocos son los padres que aún siguen la vieja teoría y dan valor a las palabras del docente frente a las de su propio hijo, sin cuestionarlos.

La docencia hoy en día se ha convertido en un proceso de captación de alumnos, donde gana el colegio que haga más filigranas para entretener a los niños, el que tenga los mejores patios o instalaciones o el que esté de moda por cualquier banal razón.

Cuando los padres salen “de cacería” a buscar centro escolar, se recorren el máximo posible de colegios para buscar el más adecuado a sus expectativas y el que mejor encaja tanto con su filosofía como con sus pretensiones.

Dejando de lado la elección de centro, ¿qué pasa con los docentes?

Pues que se dedican a repartir panfletos o poner carteles en marquesinas alabando las bondades de su colegio, cuántas actividades extraescolares tiene, qué grandes son sus instalaciones y patios, cuántos ordenadores tienen por alumno o cuáles son las novedosísimas técnicas de trabajo que utilizan. Además, hablan con unos y otros por doquier para sumar un nuevo alumno más en la lista y así pasar la criba de la administración. Todo esto conlleva un desgaste y un detrimento de la calidad educativa que es finalmente lo que se debería buscar en un centro escolar.

A nivel práctico, estos hechos hacen que los profesores tengan las manos atadas en las aulas, no pueden reprender a sus alumnos, llevarles la contraria o incluso castigarles si realizan un acto en contra del reglamento del centro. Si esto pasa, los niños en cuanto lleguen a sus casas contarán su versión a sus progenitores y entonces, ¿qué pasará?

Pues que los padres entrarán en cólera contra el profesor, obviamente, delante del niño e ipso facto redactarán un correo, o incluso si están muy molestos levantarán el teléfono, y llamarán o escribirán al tutor del alumno o incluso a la dirección del centro resumiendo la grave afrenta que se ha producido en la clase.

Todo esto sin haber intentado mantener una conversación tranquila con el profesor de turno para ver qué ha pasado e intentar acercar posturas.

Al día siguiente el docente se tendrá que sentar en el despacho de su superior para dar las explicaciones pertinentes, con el consecuente malestar y desesperanza del maestro.

Padres y madres, aunque no lo crean, los profesores buscan lo mejor para sus hijos. No tienen manía a ninguno de ellos. A veces, incluso, sería interesante que ustedes mismos vieran por un agujerito el comportamiento de sus hijos en las clases. Todo esto haría que posiblemente se ahorraran el correo o la llamada y que depositasen más confianza en los profesores.

El trabajo de docente es vocacional, él, se alegra de los éxitos de sus alumnos y los reprende con la pura finalidad de educarlos y prepararlos para ser la mejor versión de sí mismos.

Confíen ustedes en ellos y dejen que hagan su trabajo.

Si alguna vez ven algo que no les gusta, respiren, medítenlo y si siguen con esa espinita clavada al día siguiente, siéntense con el profesor y dialoguen, recordando que ambos buscan lo mismo: lo mejor para sus hijos.