Como por azar, ha caído nuevamente en mis manos estos días el famoso libro de relevancia filosófica del siglo XX titulado Tractatus Logico-philosophicus del filósofo, matemático, lingüista y lógico austriaco, nacionalizado británico posteriormente,  Ludwing  Josef Wittgenstein. Se ha presentado ante mí de forma provocadora, pues en mi pensamiento se estaban agolpando reflexiones sobre el valor del lenguaje en la política, en estos momentos en los que el famoso dicho "Donde dije digo, digo Diego" cobra especial relevancia. En mi personal ejercicio de observante de la realidad "Desde mi balcón”, se han presentado ante mí ambas realidades: el lenguaje político y el análisis que el propio Wittgenstein hace del lenguaje. Evidentemente no fue intención del filósofo referiste al político, sino más bien al científico, pero su análisis, en algunos aspectos, vale para reflexionar sobre lo que en política se está haciendo con el lenguaje.

Lo primero que descubro al comparar la rigurosidad del análisis del lenguaje del filósofo y la utilización de este por algunos políticos es su abismal diferencia. Mientras que uno se ocupa de las condiciones que se requieren para conseguir un lenguaje lógicamente perfecto, el político, por lo menos algunos, lo utilizan como un medio de persuasión sin importarles su verdad. No se trata de que exista ese lenguaje lógicamente perfecto, lo que importa para Wittgenstein es que tenga significado, es decir que cumpla su función esencial de afirmar o negar hechos.

Escuchando las múltiples declaraciones y argumentaciones políticas de nuestros representantes, explicaciones de la nada y charlatanes de la incoherencia, tendentes a justificar acciones, hechos o propuestas, observo   que el lenguaje ha dejado de tener su función, lo han prostituido, ha perdido su ética. Una explicación del lunes entra en contradicción con la del martes y las dos se confunden con la del miércoles con el fin de justificar errores que les permita engañar a los ciudadanos. No usan el lenguaje para comunicar, sino que lo utilizan para mentir. Se sirven de él, inventan términos, cambian el significado de las palabras, utilizan torticeramente la polisemia del lenguaje para decir una cosa y su contraria, son ilusionistas de las palabras que las sacan de la chistera según les vayan las cosas. Si se equivocan en una ley, siempre hay un culpable al que le adjudican un vocablo que les permite justificar su inoperancia. Si antes condenaron comportamientos anticonstitucionales y ahora los justifican y los perdonan, siempre hay una palabra prostituida que bien aplicada en un contexto concreto les hace aparecer como defensores de la verdad y salvadores de las miserias de los pacientes ciudadanos. El lenguaje ya no cumple su función, ya no afirma o niega hechos. Solo interpreta lo que queremos que los demás entiendan del mundo que les rodea. Estamos en manos de charlatanes, de manipuladores del lenguaje, de voceros ideológicos que construyen frases para justificar comportamientos convirtiéndolos en ficciones de la realidad. Las cosas ya no son como son, sino como nos dicen que son o como les interesa que aparezcan ante nosotros. Lo que aparece, el fenómeno, se truca y su explicación se convierte en una conveniencia. Ya nada es lo que es.

Con estas reflexiones surgidas al releer algunos párrafos de Tractatus, tomo prestadas las palabras de Wittgenstein en una famosa frase que hago mía ahora y la aplico a otra realidad distinta a la intención del filósofo: "Todo aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad: y de lo que no se puede hablar, mejor callarse". Pues eso es lo que deberían hacer, callarse. Si no saben usar el lenguaje, si lo utilizan torticeramente, si no lo dicen con claridad, verdad y limpieza, mejor que se callen y con ellos todos los voceros de sus incoherencias. Todos los que de una manera u otra viven de sus miserias porque ninguno es capaz de decir las cosas con claridad, por eso si no pueden o no saben hacerlo, que se callen. Que enmudezcan las portavocías y altavocías de la falsedad y el interés. Al menos podremos escuchar los gratificantes sonidos de la naturaleza y llegar a la conclusión de que también nosotros tendremos que callarnos porque de lo que no se puede hablar con claridad, con sabiduría, con certeza, es mejor callarse.