El líder de Vox, Santiago Abascal, llenó ayer la plaza de la Universidad de Valladolid de nostálgicos del PP de Aznar en el acto de presentación de su candidato, el joven García-Gallardo, a la presidencia de la Junta de Castilla y León en las próximas elecciones autonómicas del 13 F.

Porque ayer nadie acudió allí a conocer ni al candidato a quien el resto de partidos le ha hecho la campaña con los polémicos tuits, ni cuáles eran sus propuestas. La política sigue siendo el engorde de las emociones que nos hablen de nuestro yo, y no del de los demás.

Allí a quien querían ver es a Abascal, que sabía que jugaba en casa y que, a pesar de que las encuestas pronostican que Mañueco roza la mayoría absoluta, confía en esa marea verde con la que Vox suma los escaños silenciosos del voto oculto para llegar algún día a dar el sorpasso a los de Casado.

Antes el voto oculto se encontraba en aquellos a quienes les daba cierto apuro reconocer que seguirían votando socialismo por encima de los GAL y los Filesas, y hoy lo está en quienes temen recibir un rechazo social por depositar su confianza en Vox.

Santi, como lo llaman sus seguidores sin conocerlo, entre selfie y selfie, con esa familiaridad que le permite a quien no es nadie sentir por un instante que pertenece al proyecto de otro, fue ayer el Aznar de mediados de los '90 cuando la corrupción asfixiaba al PSOE de FG y las plazas de toros y los auditorios eran un Vistalegre diario pidiendo un cambio. Que llegó. Pero hablando catalán en la intimidad, ya saben.

La exaltación de las emociones ha llegado a un punto en el panorama político español en el que ha quedado secuestrado el debate concienzudo sobre los problemas que afectan a los ciudadanos. 

Pero he aquí la magia del miura que cada español llevamos dentro, que entra rápido y entregado al capote del prestidigitador político, de manera que nuestros problemas son los que los líderes nos dicen que son, porque ya no somos capaces de identificarlos libremente por nuestra cuenta.

Así, los discursos se me parecen a mí cada vez más una especie de soliloquio que los políticos repiten dándole al play de ese repertorio de populismo que tienen aprendido.

Huérfanos de valores en una Europa postmoderna que no acepta verdades absolutas y conduce al desconcierto social y vital del individuo, con una izquierda reinventando la biología en un festival de locura paranoica, Vox encuentra su nicho en las ovejas descarriadas de un PP pragmático que sólo sabe bajar impuestos pero está a un telediario de adoptar el todes.

Ayer Abascal habló a los aznaristas que se sienten huérfanos de un PP socialistizado que se niega a dar la batalla cultural en aquellas cuestiones en las que teme el dedo inquisitorial de una izquierda que, parece mentira que los de Casado sigan sin entenderlo, los señalará igual por cualquier otro motivo.

Así que Mañueco, que ya se pasea por el Olimpo político reservado a quienes tienen suficiente popularidad como para ser conocidos sin necesidad de aludir a su cargo y ve desde el retrovisor que quizá Vox no vaya a ser flor de un día, anunció ayer en León que ya iba siendo hora de reunificar al centro derecha español, arropado por ese dique de contención de votos popular llamado Ayuso, única del partido que ha plantado cara de forma rotunda al sanchismo.

Por delante, menos de un mes para ver si los ivanes redondo de cada partido apuestan por centrar el discurso conforme vayan saliendo encuestas y pasen los días en el calendario, o si seguiremos consumiendo la sopa boba de ese "vamos a" mitinero que uno siempre se pregunta: ¿y por qué ahora y no antes? 

Cosas de ir haciéndose mayor. Que uno se hace cada vez más preguntas.