Es cierto que a lo largo de los muchos instantes de los que consta el día, los pensamientos se agolpan sucesivamente y las ideas fluyen provocando reflexiones varias. Muchas pasan como el rayo; algunas se acomodan en la mente durante unos instantes y nos permiten amasar pensamientos, darles vuelta y vuelta, hasta que, por arte de magia, desaparecen desbordados por otros nuevos que los suplantan. Pero hay algunos que nos impactan más y se nos quedan en la mente, haciéndose presentes y aflorando sin parar. Personalmente esta circunstancia se viene produciendo en mí  a raíz de una canción escuchada hace tiempo de un autor de origen malagueño que, por azar, volví a oír hace unos días.

La canción, “guapos y guapas”, refleja la sociedad de la apariencia en la que vivimos y en la que “la gente se preocupa en demasía… más por la imagen que por la poesía,  más por el cuerpo que por la sesera”. Y es cierto. Estamos en la sociedad de la apariencia. Las cosas, las personas, valen por lo que parecen, no por lo que son. Mostrarse tal y como se es no vende. Así, como dice El Kanka, “todos queremos ser guapos y guapas... estar estupendos y cuidados”. Queremos dar la apariencia de una eterna juventud, de una preparación física estupenda que nos permita, después de cualquier esfuerzo físico, “llegar frescos al final de la escalera”. Nos ocupamos más en tapar defectos que en resaltar virtudes, por lo que nuestra vida, la vida de cada uno, la de todos y, por tanto, de la sociedad entera, vive “con la mentirijilla por bandera”.

Aquí está la paradoja. Nuestra verdad es la mentira. Y la primera cuestión que se me presenta ante esta triste situación social es el eterno interrogante de una persona que se preocupa por buscar la razón de las cosas: ¿por qué? No se me ocurre otra respuesta que la siguiente: no podemos parecer lo que somos porque nada tenemos que mostrar. Estamos vacíos. Y cuando “el alma es la perpetua silenciada”, cuando “no le das trabajo a la mollera”, cuando “del libro solo vemos la portada” o “del armario solo vemos la madera, y nos preocupamos más por la imagen, por el cuerpo, que por la “sesera”, las consecuencias son lamentables. Una de ellas es que “al final te la meten doblada”, es decir, hacen de ti lo que quieren. Te manipulan a su antojo. Y cuando has dado el paso a “silenciar al alma”, a “no dar trabajo a la mollera” ya estás perdido. Estás en sus manos y hacen de ti un guiñapo. Te cuentan lo que quieren y te lo crees. Te haces como ellos quieren; te transformas para parecer que eres lo que ellos desean y así, poco a poco, nos mimetizamos con ellos, nos convertimos en uno de ellos, nos hacemos “masa” de mentes vacías hasta ser predicadores de esa “vacuidad”, queriendo que los que nos rodean sean seguidores de estos “profetas de la apariencia”. De tanto ocuparnos en lo superficial, en la apariencia; de tanta dejadez en el pensar, hemos vaciado nuestro interior. La verdad la sustituimos de "postverdad" porque la primera ya no nos interesa, exige demasiado compromiso.

Nos presentan un mundo abrillantado, maquillado para que todo parezca “guapo”. Ellos mismos cuidan más la figura que “la mollera”. Lo más importante es parecer que se es, que se está haciendo algo, que el ciudadano pueda juzgar con facilidad sin someterse a exámenes exhaustivos, no vaya a ser que descubramos que la “sesera” se encuentra desierta.

Por eso y por muchas cosas más, “dejadme por favor que yo prefiera cuidarme más por dentro que por fuera”.