Opinión

Carne de pescuezo

El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el Congreso de los Diputados.

El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, en el Congreso de los Diputados.

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En nuestro hermoso país llamado España, los ministros han gozado de un enorme respeto en todo el mundo. Cuan flor marchita por el paso de los días y las inclemencias meteorológicas, la decadencia está alcanzando niveles insospechados. Caemos muy profundo, abismal, ya fue hondo en tiempo de la penúltima etapa socialista.

La alianza entre Sánchez e Iglesias elevó a 23 los miembros del Consejo de Ministros. Desconocemos quién de los dos encarna el salvavidas y cuál el paquete para hundir nuestro futuro. Son varios los casos dudosos de capacidad, preparación, experiencia y dedicación para tan noble encargo; excepto si se llega al puesto como «cuota» sexual, cercanía o ideología del partido representado. Se incluyen algunos regionalismos imbéciles, dado que se representa al país y no a una urbe o autonomía política.

De todos ellos, entre los 23, uno es el más simpático para una amplia mayoría de los españoles de bien, que los hay. El Ministerio del Interior siempre tuvo dos caras; una antipática, a la hora de cumplir y hacer cumplir la ley, y otra simpática, cuando arropa y defiende a los ciudadanos, incluidas las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado: Policía Nacional y Guardia Civil.

Ambos cuerpos son de lo más sencillos de manejar. Personas disciplinadas, con formación, espíritu de servicio, que hemos puesto el pellejo en peligro por el bien ajeno en múltiples ocasiones muy orgullosos, hipotecando sueños, proyectos, y que volveríamos a arriesgarlo todo sin parpadear ni dudar. ¡Es tan fácil ser buen ministro de Interior!

Dos directores generales, a quien informan y asesoran los mejores profesionales del mundo, gracias a la experiencia de años sufridos en delincuencia y terrorismo. Además, ambas instituciones siempre cuentan con un presupuesto mínimo, que no llega a lo más básico, como es la dotación de material o el pago de un sueldo conforme a los tiempos corrientes. ¿Es tan complicado ser un buen ministro de Interior?

Los devaneos del vicepresidente —afortunadamente ex, de todo, al menos eso dijo el 4 de mayo— con los terroristas y separatistas fueron el inicio de la desconfianza. Acariciar el hombro de individuos en prisión, además de los oportunos sobones dialécticos en la sede del Congreso de los Diputados por parte de su partido, para conseguir la confianza de la mayoría parlamentaria.

Tras el nombramiento de un magistrado juez como ministro, algunos creyeron en el proyecto. «Este nos conoce»; «estuvo con nosotros contra el terrorismo de ETA»; «nos va a igualar con los policías autonómicos»; «es el menos malo de todos esos». Comentarios se leían entre grupos de compañeros. Sin embargo, si hay algo con posibilidades de pudrir en el socialismo, es cuestión de tiempo, breve tiempo. Y para ejemplo, un melón.

Una de las mayores deshonras de un jefe es pegarse la vida «Padre, Madre y Espíritu Santo», mientras los agentes a sus órdenes se encuentran en serio peligro ante una turba de malhechores. Siempre, siempre, tendremos en el recuerdo a aquellos compañeros de pie, firmes, de noche en Barcelona, ante decenas de miles de personas armadas con piedras para ser arrojadas a nuestra democracia. En tanto, el ministro tenía hambre, sed y el estómago abierto. Hay que ser malo, más malo que la carne de pescuezo, para irse a un local de moda en Madrid a jalar una hamburguesa, bebiendo vino blanco y atizarse un mojito de postre, mientras se producían los hechos. El estómago duro cuan molleja, para aceptar dicha vianda y líquidos sin reaccionar con una vomitona en toda regla.

No contento con ello, dedica millones de euros a dotar de material móvil a Marruecos, nuestro vecino traidor en la frontera, mientras racanea vehículos a guardias civiles. ¿Se puede ser más miserable? ¡Sujétame el mojito! Llegan los «Viernes de mierda».

Los viernes conceden beneficios penitenciarios a asesinos de ETA. Da igual su grado de pertenencia, implicación en el delito ni unas letras miserables de «perdón», que no se acompañan de hechos básicos: ayudar a la Justicia a esclarecer 379 asesinatos ni haber pagado las «obligaciones voluntarias» de las condenas ni cumplir toda la condena, como la víctima cumple la suya de por vida.

Ni la enseñanza católica ni la familia ni la formación encuentran un adjetivo apropiado para dicho personaje sin caer en el sonrojo. Mintió, miente y mentirá —como los socialcomunistas y el arma preferida de Lenin— a las víctimas del terrorismo. Aquellas asociaciones acuden a su llamada con la esquila de las subvenciones; se tragan el cutre término «batalla del relato» desde el cómodo sofá. ¡Ni una manifestación en la calle!

Un ministro de Interior no puede estar equidistante de la víctima y del delincuente. Ha de estar de este lado, del nuestro, defendiéndonos de ellos, los delincuentes, pederastas, asesinos, terroristas, etarras, separatistas...

Y lo peor no es eso. Cuando esta maldita pesadilla acabe, él será juez otra vez. ¿Cómo confiar en su justo criterio?