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El nenúfar del Botánico y el fin de las epidemias

Floración de un ejemplar de Victoria, Nenúfar Gigante, Real Jardín Botánico.

Floración de un ejemplar de Victoria, Nenúfar Gigante, Real Jardín Botánico.

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«Hay que fundar las esperanzas en la profilaxis de la enfermedad, más que en los medios de curarla, los que hoy disponemos son ineficaces», Dr. Casto Martín (1919): Gripe de 1918, El Siglo Médico, Madrid.

En la madrugada del miércoles al jueves del 17 de septiembre floreció por vez primera el nenúfar gigante Victoria del Real Jardín Botánico de Madrid. Su floración es nocturna y breve, solo por dos días. Especie fascinante, descubierta en Bolivia durante la Expedición Malaspina entre 1789-1794, solo la naturaleza puede esculpir pétalos tan delicados, como fina porcelana, proporcionando fugaces deleites naturalistas.

También la naturaleza extinguió epidemias que asolaban el mundo. Plagas incontroladas sucumbieron ante designios inescrutables explicadas, antes por la Fe y hoy por un racionalismo, que no da respuesta a todas las preguntas para comprender lo extraordinario. Una desaparición tan extrema como extremos fueron el miedo, la muerte, la ruina y el derrumbe emotivo de un ser humano que se alzó como centro del universo.

La peste europea del s. XIV, mostrada en el cuadro El triunfo de la muerte de Pieter Brueghel El Viejo, en el Museo del Prado, pervivió con alternancias hasta el s. XVIII y desapareció de modo espontáneo.

Dos son las hipótesis que se barajan para los epidemiólogos: Para unos, fue la progresiva sustitución de la rata negra (rattus rattus), portadora de los piojos de la enfermedad por la rata marrón (rattus norvegicus), más resistente a los patógenos y con hábitos alejados de los hombres. Pero esta tesis no es congruente con la dispersión geográfica del animal y de la enfermedad: si la peste se plegó de oeste a este, la rata, sin embargo, se extendió de este a oeste.

El criterio más aceptado es el que se encuentra en la naturaleza de los gérmenes desde dos perspectivas. La primera, defiende una mutación del microbio que lo hizo más tolerable, menos letal, alcanzando un equilibrio vital entre el agente infeccioso y el receptor o huésped. Esta cohabitación existencial es recogida por el aforismo de Theobald Smith que razona que las formas más compatibles de un patógeno tienden a implantarse hegemónicamente desplazando a los más virulentos.

La segunda, sostiene la competencia entre bacterias distintas, pero de la misma estirpe. La peste causada por la yersinia pestis habría sido relegada por otra bacteria yersinia con menor virulencia.

De cualquiera de estos modos, el virus desapareció sorpresivamente, un día de 1720 en Marsella.

La gripe de 1918 fue la otra gran pandemia que sufrió la humanidad. Con genes de origen aviar se originó en EEUU en la primavera de 1918 prolongándose hasta 1920 pero subsistiendo hasta 1957. Se propagó junto al movimiento de las tropas en el tablero bélico de la Gran Guerra, extendiéndose por los cinco continentes.

Se manifestó a través de tres olas.

La primera, desde la primeva de 1918 hasta agosto, de carácter leve; la segunda, muy severa, que cursaba con sintomatología diferente, permaneció desde septiembre a noviembre, causando un 64% de mortalidad y una tercera ola, más leve, que surgió en el invierno de 1918 hasta la primavera de 1919, con una mortalidad del 24%.

La enfermedad fue descrita como de aparición brusca, evolución rápida y difusión extraordinaria.

El segmento de la población más gravemente afectada se situó entre los 20 y 40 años.
No se contaba con la tecnología médica del s. XXI ni tan siquiera conocían la existencia de los virus, aunque sí de las bacterias. No disponían de antibióticos. En España, por ejemplo, se clausuraron universidades y colegios, se suspendieron celebraciones y fiestas populares, se aconsejó evitar atmósferas contaminadas de cafés, tabernas y establecimientos análogos y se prescindió del saludo mediante el contacto de manos.

Pero el patógeno de la gripe mutó a una versión más leve convirtiéndose en endémica. Hubo de esperar 37 años para que desapareciese por la concurrencia de otro virus que lo erradicó definitivamente en 1957 de un modo que solamente la naturaleza puede explicarlo.

Con cientos de años de diferencia la peste negra del s. XIV y la gripe española del s. XX expusieron al hombre a lo más crítico: verse despojado de sus atributos científicos y culturales ante microbios letales que destruían su civilización.

La naturaleza obró del modo más sabio: destruyó al microbio supliendo la incompetencia del hombre.

En estos momentos del s. XXI cuando la pandemia cabalga por esta España siempre abierta a personas y virus es oportuno citar a Séneca en su obra De Ira: "Entre otros males a que está sujeta la humana naturaleza uno de ellos es la ceguedad del alma, que obliga al hombre a errar y le hace todavía amar sus errores".

Es entonces cuando lo prodigioso aparece evidenciando al humano en su auténtica arrogancia .

«No es que nos ataquen particularmente a nosotros, sino que somos ostensible y abundantemente accesibles». David Quammen, Contagio, 2020.