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La identidad nacional española

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Uno de los problemas que arrastramos los españoles en nuestro largo y tortuoso proceso de modernización es, sin duda, no tanto el problema de la unidad estatal, como el de la identidad nacional. La cuestión de la unidad política estatal está resuelta desde los Reyes Católicos. Pero, a partir del siglo XVII, el Reino de España declina en su poder y se adapta mal a los nuevos vientos de la modernidad cultural, sin cuyas ideas no era posible hacer la transición de una sociedad medieval agraria a una sociedad industrial moderna.

No obstante, de una forma u otra, tales ideas modernas se fueron prendiendo también en España y abriendo el camino a la transformación política que marca el “paso del Rubicón” en la modernidad: la transformación de la soberanía del Rey en la soberanía de la Nación.

Se pone, como inicio de este proceso, la famosa Constitución de Cadiz. Pero, el siglo XIX termina con un gran fracaso de este proceso de constitución de una nación española moderna, que lleva a la aparición de los movimientos secesionistas catalán y vasco, a la dictadura de Primo de Rivera y, tras el intervalo de una República fracasada, a la larga dictadura de Franco.

Ortega interpreta el fracaso de la Restauración decimonónica en la creación del sentimiento de la nación política española como producto de dos errores. Uno, por limitarse con Cánovas a copiar el modelo ingles de una monarquía parlamentaria y, otro, por mantener el centralismo político introducido por influencia francesa en tiempos de Felipe V. En La redención de las provincias, Ortega presenta su propuesta más acabada para la Gran Reforma que precisa España, si quiere culminar su constitución como nación política moderna. El centralismo introducido por la monarquía borbónica, en un momento de una España en una fase imperial decadente, no consiguió, ni siquiera con Carlos III, sacar al país de su letargo e inacción provinciana. Por ello, Ortega considera que la única forma de crear el sentimiento nacional es, no desde arriba, de modo centralista, como en Inglaterra o Francia, que disponían de unas élites modernas modélicas cuyo influjo se irradiaba, para emulación de todo el país, desde centros culturales prestigiosos como Paris o Londres, sino desde abajo, partiendo del sentimiento regional de los provinciales y avivando su fuego hasta que genere un sentimiento nacional político español.  

En España, Ortega, al contemplar la ausencia de sentimiento político nacional real y vigoroso, y no de cartón piedra, como era el de Cánovas con la Restauración,  propone una meta cultural común para la provinciana España, la meta de la europeización cultural. Así, Europa era, para Ortega, especialmente dos cosas: ciencia y filosofía. Justamente las dos asignaturas pendientes de la modernización cultural española. En tal sentido, esa modernización, que no se había podido producir en Madrid, por la prepotencia e intolerancia del clero aliado con el Trono, debía producirse en provincias. Por ello, Ortega “imita” dialéctica y creativamente el modelo alemán proponiendo, no ya una centralización federal (la cual implicaría la ruptura violenta del país, como ocurrió en ensayo el cantonalista de la I República), pues España era ya un Estado unitario secularmente consolidado, sino proponiendo una descentralización autonómica del Estado. Dicha descentralización no debía plantear problemas de soberanía, como ocurre en el caso del federalismo.

En los últimos 40 años hemos asistido a un nuevo intento de modernización política en España, a una IIª Restauración de la Monarquía Constitucional. Solo un pequeño matiz enturbió la similitud con la propuesta orteguiana, como denunció entonces Julián Marías, fiel discípulo de Ortega: la introducción del término “nacionalidades históricas” por presión de los grupos nacionalistas catalán y vasco. Tampoco era un obstáculo insuperable. Todo dependía de la interpretación que los Gobiernos y Tribunales diesen al término. Pero sucedió lo peor.

Los gobiernos socialistas, guiados por su concepción federalista del Estado, no tomaron como guía el 'autonomismo' que Ortega había contrapuesto al Federalismo, sino que, orientados más por el “derecho de autodeterminación” de los pueblos de la doctrina marxista, aunque la abandonasen de palabra, desarrollaron la descentralización como una cesión de soberanía, en tanto que cedieron competencias que Ortega consideraba irrenunciables, como la Educación, la Justicia e incluso parte de la política exterior (Embajadas catalanas, vascas, etc.) En tal sentido, lejos de fortalecer el sentimiento nacional, lo reprimieron desviándolo hacia el regionalismo secesionista. La falta de identificación con la enseña nacional constitucional roji-gualda, en regiones enteras de España, no es más que el síntoma en el que aflora el fracaso en la construcción de la nación política española.