Opinión

Pasar por el aro

Fotograma de Sliver, película de acoso.

Fotograma de Sliver, película de acoso.

  1. Opinión
  2. Blog del suscriptor

Para comenzar confieso que esta frase me rechina. Suena mal, o sea, es anticipo de mala entraña. Quienes la pronuncian ya se decantan por el lado oscuro. Da igual que el casting lo sea para hombres, mujeres o muñecas hinchables, lo de menos es la condición natural de la persona y mucho a tener en cuenta por el ejercicio obsesivo de ciertos poderes con sus viciadas intenciones.

Lo de favor que te hago, favor que me pagas en sexo, es uno de esos peajes reservados para la fama. Los silencios asociados a la vergüenza en nada justifican las presuntas prácticas que, como digo, se gastan los productores de la ocasión. De vez en cuando alguien levanta la voz y descubre con nombres y apellidos los escabrosos episodios sufridos ante quienes ofertan abrir las puertas del éxito a cambio de favores sexuales. De inmediato se produce un cierto seísmo que sacude algunas instancias, pero enseguida los silencios cómplices tratan de sobreponerse más que nada por aquello de las reputaciones económicas en juego. Tremenda valentía al denunciarlo, dicho sea.

Frente a este arrojo están los que en todo esto ven la ocasión de hacer caja. Son aquellos o aquellas, que en horas bajas de gloria acuden a los medios para darle morbo a la naturaleza humana. Juegan al escondite, se asoman, dan pistas, regalan iniciales del presunto indeseable; pero eso sí, a cambio de cobrar dinero por un efímero regreso a la palestra de su trasnochada fama. Y es que para algunos la popularidad es como la juventud: una vez ida, no vuelve por mucho que se insista.

Que nadie me malinterprete. Condeno la execrable conducta de los acosadores en todas y cada una de las vertientes, métodos, argucias y demás distingos utilizados por este repugnante género de elementos; ahora bien, aceptar la idea de que una persona despreciable puede ser el ganador de un Oscar, cuanto menos debe crear rechazo.

La realidad y la ficción en el cine se confunden con igual sencillez que el espectador haciendo suya la historia que percibe desde la butaca. Nada es lo que parece salvo la genialidad de una buena interpretación, un buen guion y un buen director persiguiendo el premio de la mejor crítica. Pero eso es ficción. La realidad es que a veces esa misma ficción se encarga de crear ídolos que muchos jóvenes toman como modelo de comportamiento y claro, fuera del guion emergen las debilidades que la seducción del poder convierte a los triunfadores sin escrúpulos en verdaderos obsesos de la vileza.

Lo de saltar a la fama no es tarea fácil. Nunca lo fue. Por regla general la persona que atesora cualidades para el éxito suele tener intacto su talento. Es cuestión de no caer ni en los celos profesionales ni en las tribulaciones de los abyectos. Salen y seguirán saliendo nombres de seres idolatrados, envidiados e incluso venerados, pero son pura cortesía de imagen, porque en el haber de la celebridad está el repugnante vicio de perseguir, acosar y abusar del talento de otros. Al otro lado de la seducción está el frenesí de las sucias adiciones que esta clase de personajes apadrinan merced a un poder en forma de enfermiza vacilación: “Si Alfred Hitchcock viviera hoy en día sería denunciado por acoso sexual”. Esta es una de las afirmaciones que Donald Spoto hace en 'Las damas de Hitchcock', un repaso a la obra del director a través de sus actrices, entre ellas Grace Kelly o Tippi Hedren. A esta última, por ejemplo, la exigió “que estuviera sexualmente disponible para él donde y siempre que él quisiera”, así lo recuerda la actriz en un fragmento recogido en el libro.


No resulta nada nuevo. Ya sé que esto suena un tanto pueril cuando hablamos de Hollywood o de cualquier otra factoría en donde los sueños se aparean con las grandes oportunidades y los pingües beneficios en juego convierten en frenesí los viciosos deseos de unos cuantos. Por desgracia las licencias de lo ruin se acomodan en ese cubil a modo de derecho de pernada cuando la apuesta del talento debiera formar parte de la probidad y no de la mezquindad. Me repugna, créanme.