Hay una realidad incómoda que todos conocemos, pero preferimos no mirar de frente: los vecinos saben antes que nadie lo que ocurre dentro de un hogar. Antes que la familia, antes que los amigos, antes incluso de que la propia víctima se atreva a reconocerlo.
Lo saben las paredes, que retumban con discusiones, que escuchan portazos y gritos. Lo saben los vecinos que sienten, en el silencio de su casa, la impotencia de escuchar cómo la violencia se abre paso en la vivienda de al lado.
Como administradoras y administradores de fincas colegiados, vivimos en primera línea esta realidad. Nuestra labor no es únicamente técnica, de números y juntas de propietarios; gestionamos comunidades de personas, y en ellas late la vida con todas sus luces y sus sombras. Vemos cómo la violencia de género no es un problema lejano que solo aparece en las noticias: está aquí, en nuestros portales, en las escaleras, en los ascensores. Y muchas veces, quienes podrían tender una mano, quienes podrían ser la primera red de apoyo, son los propios vecinos.
No basta con donar a una ONG en otro continente —aunque sea noble y necesario— y cerrar los ojos ante el sufrimiento que tenemos al lado. Porque quizás la persona que necesita ayuda no está a miles de kilómetros, sino detrás de la puerta contigua, soportando insultos, golpes y humillaciones.
Las comunidades de propietarios son pequeños núcleos sociales, auténticas aldeas urbanas. En ellas compartimos más de lo que creemos: descansos de escalera, patios de luces, ruidos de madrugada y, a veces, secretos demasiado dolorosos. Y ahí surge nuestra responsabilidad.
Los administradores de fincas colegiados tenemos la oportunidad —y me atrevería a decir la obligación— de contribuir a devolver el alma a las comunidades. No somos meros gestores de cuentas; somos mediadores, observadores, agentes que pueden activar conciencias. Podemos fomentar que los vecinos se sientan parte de una red, que entiendan que cuidar del prójimo no es entrometerse, sino hacer comunidad. Que denunciar un hecho de violencia no es un acto de traición, sino una obligación.
Cuando los vecinos deciden romper el silencio, cuando dejan de mirar hacia otro lado, se produce un cambio poderoso. He visto comunidades que se organizan para acompañar a una mujer hasta el portal si regresa tarde y teme encontrarse con su agresor. He visto vecinos que han hecho turnos para que los niños de una víctima no sintieran miedo al bajar al patio. He visto cómo un gesto tan sencillo como una llamada a tiempo ha salvado vidas.
Y, sin embargo, todavía pesa demasiado el miedo a "meterse en líos". Ese miedo es el mejor aliado del maltratado. Porque mientras la comunidad calla, él actúa con la impunidad que le da el silencio. Y la víctima se hunde en la certeza de que nadie la escucha, de que nadie se atreve a mirar.
Educar en comunidad empieza en el portal. Cuando un niño crece en un edificio donde todos se saludan, donde todos se ayudan, aprende que la solidaridad no es una palabra vacía. Aprende que cuidar de los demás es cuidar también de uno mismo. Y si un día ese niño escucha gritos tras una puerta, sabrá que tiene la responsabilidad de no callar.
Las comunidades de propietarios pueden ser un muro de silencio… o una red de apoyo. Depende de nosotros. De los vecinos, de los presidentes de comunidad, de los administradores. No se trata de convertirse en jueces ni de señalar con el dedo, sino de estar atentos, de generar confianza, de recordar que no vivimos solos entre paredes, sino entre personas.
La violencia de género no se combate solo en los tribunales, ni en los despachos oficiales. También se combate en cada escalera, en cada rellano, en cada gesto de vecindad. Porque cuando una víctima percibe que sus vecinos no la dejan sola, que alguien está dispuesto a escucharla, a llamarla, a protegerla, ese muro de miedo comienza a resquebrajarse.
Hoy, más que nunca, necesitamos comunidades con alma. Comunidades donde las paredes no sean cómplices mudas, sino testigos que obligan a actuar. Donde las mirillas no solo miren, sino que también hablen. Donde la indiferencia no sea una opción.
La violencia de género no es un problema ajeno: es un problema de todos. Y cada vez que un vecino decide no callar, cada vez que una comunidad se organiza para proteger a los suyos, estamos sembrando algo más grande: una sociedad más justa, más segura y más humana.
*Beatriz González Bosque, miembro de la Junta de Gobierno del Colegio de Administradores de Fincas de Aragón.