El verano es un buen momento para pasear solo, acompañado, o en una multitud. Eso da igual. Es una excusa. El mero hecho de poder caminar a un ritmo más lento, y olvidar el frenesí cotidiano, permite descubrir realidades que pasan desapercibidas a nuestros ojos en el día a día.

La mayor parte suelen ser ejemplos enriquecedores: un bello edificio abandonado, un rincón desconocido, nuevos monumentos vanguardistas, personajes entrañables o peculiares... sensaciones vividas a flor de piel y que se quedan mucho tiempo con nosotros.

Sin embargo, en otros momentos, surgen situaciones que nos desconciertan o que, incluso, nos abochornan. También estas se esconden a la sombra de nuestra aburrida realidad y, aunque frecuentes, se nos presentan en este tiempo como novedosas y sorprendentes.

Esto último es lo que me ocurrió la pasada semana en mi habitual paseo con mi hijo, momento diseñado para disfrutar de la conversación, relajarnos y estrechar lazos. En ese camino, se repitió prácticamente la misma escena hasta en tres ocasiones: jóvenes que se paraban en cada espejo de portales y escaparates para posar y hacer un selfi (lo que bien podríamos llamar “autofoto”), grupos organizados que escenifican poses frente a lugares emblemáticos (el más habitual suele ser una esquina de Ibercaja Zentrum), donde, de nuevo, se litofotografían, y, lo más excéntrico, representaciones callejeras de grabaciones de vídeos de Tik-Tok (esas en las que sincronizan canciones con bailes).

Aquí, lo siento, tengo que confirmar que me siento viejo. No acabo de entender muy bien el sentido de ese exhibicionismo ridículo de representar(se) bajo una imagen que simboliza una felicidad fugaz, plegada a la moda del momento, y que no personaliza, sino que desdibuja la identidad bajo un modelo universalizado, comercializado, deshumanizado y desprovisto de todo interés.

Entonces, ¿por qué produce ese embrujo en los más jóvenes? ¿Qué tiene de atractivo proyectarse al mundo autorretratándose? ¿Existe una obsesión por el yo? En la búsqueda de respuestas coherentes ante este fenómeno, rescato estas certeras palabras de Joan Fontcuberta: “el selfie tiene más que ver con el estado que con la esencia. Desplaza la certificación de un hecho por la certificación de nuestra presencia en ese hecho, por nuestra condición de testigos. El documento se ve así relegado por la inscripción autobiográfica (...). Una inscripción que es doble: en el espacio y en el tiempo, es decir, en el paisaje y en la historia. No queremos tanto mostrar el mundo como señalar nuestro estar en el mundo”.

Y ahí las imágenes adquieren su importancia y sentido en este nuevo lugar. En la búsqueda del significado de nuestra existencia, solo podemos gritar que estamos vivos, o al menos aparentar que lo estamos. Y lo hacemos a través de un consumo y una creación voraz de imágenes personales.

Retomando las palabras de Fontcuberta, existe una “una generalizada crisis de esa relación, siempre corporal, de nuestros ojos con lo que nos rodea, en pos de una experiencia casi continuamente mediada por la pantalla. (...) Necesitamos ansiosamente disponer de imágenes de todo y continuamente tratamos de dar a toda vivencia una configuración visual. Imágenes que, sin embargo, deben tener siempre una cualidad especular para que puedan interesarnos o conmovernos”.

Todas estas reflexiones me llevan a preguntarme cuál es papel del cine en esta construcción visual del mundo. Está claro que ya no es una referencia, ya que atrapa al espectador entre cuatro paredes, a oscuras, y rompe las cadenas de esclavitud de la persona con el móvil. Es decir, le obliga a verse reflejado en la pantalla, sin salida, y no a configurar una imagen falsa, preparada y virtual de su realidad.

Demasiado reto para la sociedad actual. Tan solo me quedo con la ligera esperanza que ofrecen las palabras del cineasta Thierry Frémaux, en su gran esfuerzo por recuperar para la memoria colectiva las esenciales primeras películas de los hermanos Lumière: “En 2025, estas tomas no significan lo mismo que antaño. El cine ha cambiado, todo ha cambiado. Pero no el cine Lumière, pues no parte de un supuesto arte primitivo. Son a la vez clásicas y modernas. Hoy el cine recupera su sitio en el mundo de las imágenes, y vuelve a dar importancia a la huella Lumière. En la esencia de su dignidad, el cine es un arte ético. También llamará a la calma y será un instrumento de paz”.

Ojalá encontremos esa paz frente al espejo de nuestra existencia