Hace unos días acabé de releer un libro que me había hecho pensar ya en su primera lectura, hace más de 50 años. Se trata de un libro escrito por el arquitecto austríaco Camilo Sitte de finales del siglo XIX (en España se publicó en 1926) que hace un repaso por el urbanismo “antiguo” en Europa, criticando abiertamente la forma de hacer ciudades en esos momentos. Concretamente “Construcción de ciudades según principios artísticos” escrito en 1889.

Su relectura me ha hecho volver a pensar en muchas ciudades actuales, en su falta de plazas, de monumentos, en su exceso de bloques de viviendas repetitivos y uniformes, de un urbanismo cuadriculado y de espacios públicos sin calidad.

En el libro se estudian esas ciudades, esos espacios que cuando los visitamos nos parecen pintorescos, que nos agradan sin saber muy bien por qué; analiza la relación entre edificios, monumentos y plazas, plazas que tienen mayor profundidad frente a una iglesia y son paralelas ante edificios públicos, albergando varios de ellos, si el espacio es lo suficientemente grande.

También señala que la antigüedad nos enseña que el centro de la plaza casi siempre está libre, al contrario de lo que ya, cuando escribió el libro, se solía hacer (y se sigue haciendo hoy). Este concepto lo ilustra imaginando el espacio de una plaza en la que confluyen varias calles y en la que ha nevado, dejando los vehículos las señales de su paso. ¿Dónde formaría un ciudadano de cualquier edad un muñeco de nieve? Donde no hay marcas de circulación, claro. Si nos acercamos a Florencia (plaza de la Señoría) o a multitud de ciudades, nos daremos cuenta.

También observa que las plazas suelen ser recintos cerrados (a la vista) o así debe parecerlo por la dimensión de las calles que a ella legan y su ubicación (la Grand Place de Bruselas es un buen ejemplo, sin que lo percibamos con claridad).

Las plantas de las plazas suelen ser irregulares, están agrupadas o no, y la iglesia que se encuentra en ellas (o el edificio público) normalmente está incrustada o adosada entre otras edificaciones (justo lo contrario de lo que solemos hacer hoy) para resaltar su fachada.

En fin, nos habla de la pobreza y de la aridez del urbanismo “moderno” frente al antiguo heredado y valorado.

Si nos asomamos a nuestra Zaragoza vemos que las plazas se amontonan en el casco antiguo, desapareciendo prácticamente del resto de la ciudad, o llamamos plaza a un espacio de circulación rodada. Predominan las manzanas cuadriculadas o los bloques aislados, las calles rectas, sin espacios “centrales” en cada barrio, bloques “soviéticos” en Valdespartera, con simples espacios entre ellos, o para mí lugares inhóspitos como el Actur, donde siempre me pierdo y me es imposible identificar calles en sentido estricto.

No construimos espacios donde monumentos (y tenemos protagonistas para muchos) o fuentes se identifiquen con sus habitantes e identifiquen a su vez los espacios.

Como ejemplo, la plaza de santa Engracia, hace poco remodelada, es un espacio inclinado (antiguamente estaba a un nivel más bajo), en el que un pequeño monumento aparece insignificante, no se aprecian los recorridos peatonales (exclusivamente) y unos pequeños jardines apareen a un lado como podían estar en otro. El monumento a Joaquín Costa ha desaparecido de la escena y algunos bancos bajo los árboles completan la escena.

Ahora imaginemos que unas arcadas (en el mismo material o en otro) continuaran las del paseo de la Independencia, de manera que el espacio de la plaza no se “escapara” hacia el paseo, que cruzadas estas arcadas una amplia escalinata descendiera hasta el nivel de la iglesia, que se identificaran bien los itinerarios peatonales y que (nunca en el centro) en un lado, fuera de los itinerarios, se ubicara un monumento (el de Costa o el actual dándole la debida prestancia). Incluso unos pequeños arcos en las calles Joaquín Costa y Hernando de Aragón contribuirían a la definición de un espacio abarcable. La profundidad frente a la fachada de la iglesia sería la adecuada, estando en consonancia con la misma, debiendo los jardincillos resaltar la portada de la iglesia contribuyendo a la regularización de la plaza.

Qué decir de la plaza de Salamero, de la que hay que destacar que ante la imposibilidad de colocar arbustos de porte, se ha optado acertadamente por enredaderas que proporcionan sombra. Pero es un pequeño “laberinto “de espacios indiferenciados que se aprecian caóticos. Imaginemos que el espacio se delimitara adecuadamente en un rectángulo, creando frente a la iglesia de san Ildefonso “su” plaza, obteniendo dos plazas agrupadas. Al no haber otro edificio representativo, se debería haber optado por un espacio de frescor y de sombra con algunas fuentes ornamentales y un diseño limpio, entendible por el ciudadano. La separación con la plaza frente a la iglesia debería ser más contundente que la “ducha” ubicada frente a la calle del Azoque y la plaza frente a la iglesia, aunque cortada por la vía rodada, debería ajardinarse en el fondo como cierre y con un par de “monumentos” que la ayudaran a conformarse.

Finalmente, por falta de espacio, dedicaremos unas líneas al paseo de la Independencia. Imaginemos que se hubiera acercado todo el sistema viario a un lado, aquel donde los árboles crecen con menos fuerza por las condiciones solares. Los árboles en la naturaleza nunca crecen alineados perfectamente. Imaginemos una serie de masas arbóreas irregulares creando espacios de sombra en una acera de grandes dimensiones, capaz de poder desarrollar funciones ahora imposibles.

Podríamos seguir imaginando, pero la falta de espacio obliga a dejar aquí los sueños.

En cualquier caso y como resumen, podríamos finalizar con una petición que casi nadie entenderá pero que nos parece imprescindible: incorporar la poesía al urbanismo.