La isla de Ron Barceló.

La isla de Ron Barceló. Ron Barceló

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Cuatro días de 'Furor' y Caribe en La Isla de Ron Barceló: así viví Punta Cana en el viaje que nunca quieres que termine

Un viaje al Caribe que se convirtió en memoria para siempre. Playa privada, fiesta y un "vive ahora" que dejó huella.

Cintia de la Paz
Punta Cana
Publicada

Dicen que hay viajes que no se cuentan, se sienten. Que hay experiencias que te hacen salir de tu vida para enseñarte cómo deberíamos vivir siempre: sin miedo, sin prisa y con un brillo imposible de disimular. Así fue mi aventura en La Isla de Ron Barceló, un viaje al corazón del Caribe donde el sol, la música y la amistad pusieron banda sonora a días que no quería que terminaran.

Aquí va mi crónica del paraíso, en primera persona, con la memoria todavía llena de sal.

Día 1: Llegamos al Caribe

Después de un vuelo largo con una comida a bordo que se hizo amena entre nervios y risas, aterrizamos en Santo Domingo. El aire cálido, la humedad tropical y el olor a mar recibieron a nuestros cuerpos agotados pero llenos de expectativas.

Llegamos al Sunscape Dominicus y nos recibieron con un cóctel de bienvenida que sabía a fruta recién cortada. No se me ocurre una mejor forma de entrar en el Caribe. El hotel era una fantasía: playa privada, piscinas infinitas, habitaciones amplias y un ambiente que invitaba a olvidarse del mundo.

Y yo no estaba sola. Me acompañaba Sergi, uno de esos amigos que hacen que la vida tenga más gracia. El que te dice "vamos" cuando dudas, el que convierte una anécdota en historia y el que hace que cada viaje sea aún más nuestro. Si hay alguien con quien el Caribe tenía sentido, era él.

Cenamos algo rápido en el hotel y nos fuimos a dormir con la emoción latiendo fuerte. Al día siguiente comenzaba la vida que queríamos vivir.

Día 2: Día libre y Coco Bongo 

El jueves fue para dejarnos llevar: arena blanca, mar tibio, tumbonas, cócteles, sol y risas. Un "haz lo que quieras" que sabía infinito. El Caribe estaba cumpliendo con su destino: hacernos felices.

Al caer la tarde nos arreglamos, nos pusimos guapos —muy guapos— y nos fuimos directos a Coco Bongo. Había oído hablar de ese sitio mil veces, pero nada te prepara para vivirlo en primera persona. Es discoteca, espectáculo, show, adrenalina y fiesta en mayúsculas. Acrobacias que te dejan sin respiración, luces que pintan la noche en mil colores, imitaciones de estrellas que parecen cobrar vida frente a ti y una sincronización perfecta que te hace sentir dentro de una superproducción de Hollywood.

La música retumbaba en el pecho como un latido acelerado. Todo era exagerado, desbordado, teatral. Un "más, más, más" constante al que era imposible decir que no. Yo bailé, grité, salté y canté hasta que mi voz decidió tomarse vacaciones también. Había tanta energía, tanto brillo, tanto buen rollo a nuestro alrededor que la diversión parecía contagiarse por el aire.

Cuando salimos, pasada la madrugada, llevábamos la piel ardiente, el pelo lleno de brillo y una sonrisa que no se quería ir a dormir. Y sí: lo mejor aún estaba por llegar.

Día 3: Ron, 'Furor' y una noche de confidencias

Dormir era secundario. A primera hora de la mañana pusimos rumbo a los cañaverales, al corazón verde donde nace la esencia dominicana. Allí entendimos que el ron no es solo una bebida: es historia líquida. Es cultura, tradición y una forma de vida.

El olor a caña recién cortada, el sol del Caribe golpeando la tierra fértil, las barricas envejeciendo el tiempo mientras la madera respira… Todo tenía una magia silenciosa que te hacía valorar cada brindis de una forma completamente nueva. Detrás de cada botella hay manos que trabajan, familias que viven de ello, una identidad que se destila con orgullo.

Pero lo mejor todavía estaba por llegar. Al volver, nos esperaba una sorpresa de las grandes: Alonso Caparrós, presentador mítico de la televisión española y hoy imagen de La Dropería, nos recibió como si nos conociéramos de toda la vida. Cercano, divertido, ese tipo de persona que convierte cualquier momento normal en espectáculo.

Y ahí pasó: ¡Furor en directo! El mismo. El de gritar canciones de los 2000, el de no saberte la letra y aun así darlo todo, el de reírte hasta que no te quede aire. Equipos enfrentados, coreografías improvisadas, voces que no encajaban con la música ni falta que hacía. La energía allí no se explicaba: se contagiaba. 

Fue imposible no sumarse al delirio. Fue imposible no pasarlo como si no hubiera un mañana. Con La Dropería, Ron Barceló ha creado algo diferente: una experiencia exclusiva donde el "vive ahora" no es un lema, es una realidad. Y en ese Furor, la realidad era increíble.

Al terminar, la noche pedía quedarse un poco más, pero el cuerpo nos recordó que al día siguiente venía el mayor regalo del viaje. Así que nos fuimos a descansar con ese cosquilleo en el pecho que solo aparece cuando sabes que mañana será un día grande. Dormir, esta vez sí, tocaba. La mejor parte estaba a punto de empezar.

Día 4: La Isla de Ron Barceló, el Caribe en estado puro

El sábado fue ese día que marcas en el calendario incluso antes de viajar. El que esperas con el corazón acelerado. El que, cuando llega, hace que todo lo anterior parezca un calentamiento.

Nos recogieron temprano en el hotel y, rumbo a Bayahíbe, ya se sentía la energía del "hoy va a pasar algo grande". Subimos al barco y el mundo cambió de ritmo. El sol brillaba como si tuviera un foco apuntándole, el viento nos despeinaba de felicidad y el agua… ese agua. Una mezcla perfecta entre turquesa, esmeralda y magia líquida. No podías mirarla sin sonreír.

A mitad de camino, el Caribe decidió presumir: estrellas de mar gigantes reposando como tesoros en el fondo, peces de colores jugando a acompasarse con el barco, un par de rayos de sol atravesándolo todo como si el mar estuviera iluminado desde dentro. Era como vivir dentro de un documental que se había tomado un daiquiri.

En la cabina, DJ Dani del Lio tenía una misión clara: que no tocáramos el suelo más de lo estrictamente necesario. Música arriba, risas arriba, manos arriba. Ese tipo de fiesta en la que miras alrededor y ves felicidad pura multiplicada por todas las caras.

Y entonces la vimos.La Isla de Ron Barceló. No era un paisaje: era un sueño con coordenadas. Arena blanca como harina recién caída. Palmeras que parecían dibujadas a mano. Un mar que no sabía estropearse desde ningún ángulo.

La isla de Ron Barceló

La isla de Ron Barceló Ron Barceló

Todo estaba preparado para que la vida fuera fácil: chapuzones eternos, fotos que jamás podrán hacerle justicia a lo que vimos, baile en la arena, ron que sabía aún mejor después de haber conocido de dónde viene, y esa sensación tan difícil de describir: la de saber que estás justo donde debes estar.

Al caer la tarde, el sol se recogió despacio, como si también quisiera quedarse un rato más. Y cuando pensábamos que el día ya había tocado techo…

Llegó la cena más bonita del viaje. Un embarcadero iluminado por velas, platos deliciosos, el mar respirando bajo nuestros pies como una banda sonora en directo y una luna enorme que parecía puesta ahí solo para nosotros.

Y claro, Dani del Lio volvió a aparecer. Pero esta vez más suave, más cercano, más de guardar lo vivido con cariño. Una banda sonora hecha para recordar, para mirar alrededor y grabar cada gesto, cada risa, cada mirada cómplice.

Brindamos. Reímos. Intentamos detener el tiempo con las manos. Y guardamos ese momento donde mejor se conservan las cosas importantes: muy dentro.

Fue uno de esos días que se sienten eternos… y que al recordarlos vuelven a durar un poquito más.

Día 5: El día que nadie quería vivir

El último día siempre llega, aunque intentemos fingir que no. 

Hacer la maleta despacio, como si el tiempo pudiera estirarse un poco más. Beber la última piña colada mirando al mar. Recuperar el bañador todavía húmedo y llenarse las manos de arena, por si así el viaje se quedaba contigo un rato más.

El trayecto al aeropuerto fue silencioso. Tímido. Cada uno concentrado en su mente, almacenando recuerdos, intentando entender cómo se vuelve a la vida normal después de un viaje así. Porque volver de Punta Cana no es regresar al punto de partida. Es volver diferente. Un viaje que se queda para siempre.

Si algo tengo claro tras este viaje es que la vida está para vivirla así: con intensidad, con ganas, con la mejor compañía y sin miedo a que se acabe.

Gracias, Sergi, por ser de esas personas con las que todo se vuelve mejor. Porque cada viaje contigo nos une más, nos transforma y nos regala historias que no se borran.

Gracias, Punta Cana, por mostrarnos el Caribe más auténtico. Y gracias, Ron Barceló, por hacerlo posible. Ahora solo queda una pregunta en mi cabeza: ¿Cuándo volvemos? Porque cuando descubres un paraíso así, siempre quieres regresar.