'El bolchevique', de Boris Kustodiev (1920).

'El bolchevique', de Boris Kustodiev (1920).

LA TRIBUNA

La izquierda desilustrada

El autor defiende la tesis de que la izquierda es "enemiga de la libertad" porque cree que está en posesión de los conceptos moral y progreso.

29 abril, 2021 02:34

Uno de los tópicos más falsos que corre por la cultura es que la izquierda es heredera de la Ilustración. Lo dicen sin saber qué fue la Ilustración y, lo que es peor, sin reconocer qué es hoy la izquierda.

Los socialistas y sus variantes son herederos del despotismo, definido por el engolamiento de estar en posesión del modelo social más adecuado para el progreso, y la obligación de asumirlo por parte del resto de la sociedad. En esa obsesión idealista por transformar lo existente (aunque la gente no quiera) conviven dos ejes: la moral y la idea de progreso.

Lo estamos viendo en la campaña electoral en Madrid. Ha fracasado su estrategia de animar el voto a través de la esperanza en un gobierno de izquierdas. Esto es, con un mensaje positivo y racional.

El motivo es que los socialismos no dan más de sí. Tienen un mensaje gastado que sólo sirve para las emociones, pero que no da de comer, ni genera empleo, ni mantiene empresas, ni atrae inversiones, ni da libertad, ni garantiza los derechos, ni sirve para controlar el poder o asegurar la independencia de la prensa. Todo lo contrario.

Ante el fracaso, han echado mano de sus dos motores: el miedo y el odio. No hay ilustración ni ciencia en eso, sino emoción. Esta es una constante de la izquierda, en la que todo es cuestión de voluntad (“sí se puede”) y de percepción de la realidad. Con este planteamiento en el que todo es cultural y social, la ciencia y la naturaleza no existen.

Para esta izquierda desilustrada, todo es interpretable. Y, por tanto, político. Si es político, es conflictivo. Y, en consecuencia, relativo. Este caos filosófico de la izquierda tiene como resultado un conjunto de eslóganes emocionales vacíos como programa. Y la gente ya se ha dado cuenta.

Pablo Iglesias defiende el reparto de la riqueza y quitar a los ricos para dárselo a los pobres, pero ha aumentado su patrimonio por seis

Decía al comienzo que la izquierda define sus intenciones a través de la moral y la idea de progreso. Pero no sabe definir ninguna de las dos. No puede decir qué es moral porque a su entender todo es interpretable y relativo, por lo que su moral es no tenerla. En el momento en el que se quieren fijar las políticas públicas por la moral (por ejemplo, más justicia social) hay que definir por qué, a quiénes, cuánto y para qué de una forma coherente y duradera. No es moral lo que es efímero. La moral es permanente. De no ser así, la política basada en ella se convertirá con el tiempo en inmoral.

Quizá esto no se entienda entre la mayoría. Pero lo que le queda al español común es que Pablo Iglesias defiende el reparto de la riqueza y quitar a los ricos para dárselo a los pobres, pero ha aumentado su patrimonio por seis en seis años, y vive en una mansión con servicio doméstico. No se puede predicar la justicia social como moral obligatoria, pero llevar una vida inmoral, según esa misma idea.

Hablaba al principio de la idea de progreso. Es el principio más importante desde la Ilustración, considerado por algunos filósofos como la religión secular contemporánea.

Es el destino de la Humanidad al que se debe sacrificar todo, empezando por la libertad, como señalaban los roussonianos, los jacobinos y los comunistas desde 1789. La culminación de ese propósito necesita una buena dosis de ingeniería social, que consiste en un aluvión de legislación y coacción para amoldar el orden social al proyecto político.

La izquierda entiende por progreso avanzar a toda costa hacia la consumación de su proyecto. En ese plan sobran las personas, las instituciones, las costumbres, las culturas, las religiones, los partidos o la filosofía que se opongan a su idea de progreso. De ahí que afirme en mi libro La tentación totalitaria, con toda rotundidad, que la izquierda es enemiga de la libertad y que tiene un alma totalitaria.

La izquierda es una contradicción emocional, dirigida, como siempre, por burgueses y millonarios

Ni es moral ni es progreso. Y eso por no hablar de su apoyo a los nacionalpopulismos ibéricos, como el catalán y el vasco, o del blanqueamiento del mundo etarra para satisfacer la ambición de Pedro Sánchez. La izquierda es una contradicción emocional, dirigida, como siempre, por burgueses y millonarios, como los que encabezan las listas de PSOE, Unidas Podemos y Más Madrid.

En la izquierda sólo hay una estrategia para llegar al poder, y ahora se encuentra colapsada. La apelación emocional funciona cuando el emisor es coherente con la virtud que predica. Y no es el caso. La socialdemocracia sensata, aquella que razonaba y tenía respeto por el sistema, fue un grupúsculo del siglo XX que hoy no pinta nada. El sanchismo ha ocupado su lugar, haciendo evidente que no hay superioridad moral, ni intelectual, ni cultural sobre la derecha.

No cuela el que la democracia sea que gane la izquierda. Tampoco la libertad es cosa suya, sino todo lo contrario. La realidad escapa a su marco mental. La gente ha percibido que la libertad es el motor del progreso, no la ingeniería social, el puritanismo, la corrección política, el conflicto entre sexos, el expolio fiscal, el ecologismo cuqui o el cansino desborde emocional que practica la izquierda.

La izquierda desilustrada puede ser incendiaria. No sería la primera vez. Es capaz de arrasar con todo con tal de tener protagonismo, como ha hecho Pablo Iglesias metiendo a la Casa Real en la campaña electoral. La resistencia de la realidad a las aspiraciones políticas de los socialistas y compañía empuja al incendio verbal, a imitaciones de Largo Caballero que enlodan la democracia y lo llenan todo de rencor.

Pierda o gane las elecciones autonómicas de Madrid, sería conveniente que la izquierda iniciara una reflexión que la devuelva a la cordura, a constituir una opción útil para el bien general del país.

*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense y autor del libro 'La tentación totalitaria'.

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