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LA TRIBUNA

El 23-F: lo que aprendimos

El autor extrae varias enseñanzas del golpe de 1981, que vivió dentro del Congreso, y subraya una: la necesidad de que los dirigentes del país se crean el sistema político para defenderlo con éxito de cualquier ataque.

23 febrero, 2021 18:07

Hace 40 años un grupo de militares se rebelaron contra la Constitución. Miembro de aquella Cámara, presencié en directo cómo, en plena votación de la investidura del presidente Leopoldo Calvo Sotelo, un grupo de militares armados entraban en el salón de sesiones, interrumpían la votación y haciendo uso de sus armas de fuego nos arrojaron al suelo.

Al poco tiempo vimos cómo un oficial de la Guardia Civil subía a la tribuna y nos anunciaba que quedábamos retenidos hasta que se presentara la nueva autoridad del país; “militar, por supuesto” nos aclaró. Era un golpe de Estado.

Dejo a un lado las causas y circunstancias que culminaron en aquella rebelión. De la misma ya se han ocupado y se seguirán ocupando los historiadores. Pienso que conocemos lo más importante de lo que pasó aquella noche. También conocemos su final: la rendición de los rebeldes, su procesamiento y su condena.

Tanto los que estuvimos secuestrados en el Congreso como los que lo siguieron por televisión o los que vieron desplegarse los tanques por las calles de Valencia no olvidamos aquellos hechos y seguimos recordando perfectamente lo que cada uno hizo a lo largo de aquella tarde y de aquella noche.

Pero merece la pena seguir recordándolo. En primer lugar, para los que no lo vivieron, que son ya la mayoría de los ciudadanos, entre los que se encuentran nuestros actuales dirigentes, algunos de los cuales ni siquiera habían nacido. En segundo lugar, porque como sociedad tenemos problemas con nuestra memoria y nos ocurre, a veces, que recordamos mejor los hechos más antiguos como la guerra y la dictadura, y olvidamos lo que nos ocurrió ayer mismo; esto es, el 23-F.

A veces recordamos mejor hechos más antiguos como la guerra y la dictadura, y olvidamos lo de ayer mismo; el 23-F

Pero, sobre todo, conviene rememorar aquel golpe de Estado porque no faltan quienes desde entonces se han empeñado en convencernos de que la Transición y los primeros años de democracia no fueron sino un engaño, un arreglo o un apaño.

Nada de eso. Basta desempolvar la prensa de aquellos días para comprobar la enorme fragilidad de la joven democracia: un presidente que había dimitido sin claras explicaciones, una UCD dividida, una banda de terroristas asesinando día tras día y un asfixiante ruido de sables en los cuartos de banderas.

El asalto al Congreso de aquellos rebeldes para sustituir el Gobierno legítimo por una autoridad militar muestra hasta qué punto España vivió aquellos años al borde del abismo y cómo aquel golpe de Estado pudo haber terminado en un baño de sangre y en la asfixia, al menos por un tiempo, de la joven democracia. Triunfó ésta y salimos bien de aquella rebelión. Pero aquel asalto pudo haber terminado de otra manera; esto es, mal; muy mal. Y conviene recordarlo.

La memoria colectiva sirve para dotar de identidad a los grupos sociales dando sentido a su pasado y armando sus aspiraciones de futuro. Con las mimbres de los recuerdos es como mejor armamos, decía Unamuno, nuestras esperanzas. Hay hechos y tragedias en nuestra historia de los que como nación nos tenemos que sentir avergonzados y arrepentidos, como fueron una guerra civil y su posterior dictadura.

Pero también España ha sido capaz no sólo de recuperar la democracia sino también de derrotar al terrorismo de ETA y, al mismo tiempo, poner fin a la intervención de las Fuerzas Armadas en la política. Y esta ha sido una hazaña de la que hemos de estar orgullosos y que nos debe ayudar a reconstruir nuestra identidad nacional.

Deberíamos fijarnos en cómo entonces tomamos decisiones que han sido trascendentales para la historia de España

Los militares rebeldes habían roto el espacio público; durante unas largas horas el sistema constitucional estuvo desgarrado y pendiente de un hilo. Recuperada la normalidad con la ayuda capital de SM el Rey Juan Carlos I, ahora había que recoser aquellos rotos. Quien tropieza y no cae, avanza. Y esto es lo que finalmente se hizo.

En primer lugar se castigó a los culpables; nada más que a los autores directos, sin pretender someter a un juicio penal a los centenares de militares que pudieron haber incurrido en responsabilidad por sus acciones, sus omisiones o sus actuaciones imprudentes.

A los pocos días de aquel suceso en un control de tráfico en una carretera de Cuenca, por la que era diputado, un número de la Guardia Civil me pidió la documentación. Me reconoció y le reconocí: era quien me había acompañado con la metralleta a los lavabos del Congreso aquella noche. Creo que fue inteligente en aquellas circunstancias concentrar el castigo en los máximos responsables.

En segundo lugar, se adoptaron medidas que garantizaran la no repetición; reformas capitales que han erradicado la posibilidad de este tipo de invasión militar de los poderes legítimos. Tal vez en este 40º aniversario del golpe de Estado deberíamos dejar a un lado la actitud doliente y pesimista a la que, como nación, somos tan proclives, y fijarnos en cómo fuimos capaces de aprender de esta desgracia y cómo tomamos decisiones que han sido trascendentales para la historia de España. Y así fue como primero el Gobierno de UCD y más tarde el del PSOE llevaron a cabo la gran transformación de nuestras Fuerzas Armadas.

Primero, se deshicieron las ambigüedades de interpretación que pudiera tener el texto constitucional (artículo 8 en su relación con el 62.h) y se dejó claro que las Fuerzas Armadas no eran, como algunos pretendían, una institución con autonomía propia, conectada directamente con el Rey, sino que formaban parte de la Administración pública dirigida exclusivamente por el Gobierno.

El golpe del 23-F no fue, como a veces se dice, un golpe de Estado fallido, sino derrotado 

Después, había que dejar claro que la Junta de Jefes de Estado Mayor o JUJEM no era una representación corporativa de las Fuerzas Armadas sino un órgano del Ministerio que actuaría no como el último eslabón de la cadena de mando sino como un órgano consultivo del Gobierno.

En tercer lugar, había que eliminar las reservas de domino de las Fuerzas Armadas, especialmente en todo lo referido a la Justicia Militar, a la que se integró en el único Poder Judicial existente tras la Constitución y se la dotó de un nuevo Código Penal, un nuevo Código Disciplinario y nuevas leyes procesales.

Y en cuarto lugar, había que sincronizar las FFAA en el nuevo contexto que se derivaba de nuestra inserción en Europa y en la OTAN. Y es lo que se hizo con todo un programa legislativo que puso a las Fuerzas Armadas donde le correspondían; en su sitio.
Nunca más.

El golpe del 23-F no fue, como a veces se dice, un golpe de Estado fallido, sino derrotado. Tuvo, pues, como resultado no sólo el castigo de los autores directos sino la decisión de todas las fuerzas políticas de acometer las reformas necesarias para que no volviéramos a vivir una situación tan dramática como la de aquellos días. Sabemos ya que ni etarras ni golpistas tienen la capacidad de desestabilizar la democracia. Y esto es lo que podemos y debemos celebrar en este 40º aniversario de aquel golpe de Estado.

El recuerdo de aquella angustiosa tarde y noche me lleva a una última reflexión.

Aprendimos que, sin dirigentes que crean en la legitimidad del orden constitucional, nuestro sistema sería mucho más frágil

Desde hace tiempo que se viene estudiando el problema de la estabilidad de los sistemas políticos; esto es, preguntando por las condiciones y circunstancias que hacen posible su continuidad y permanencia.

Hay un amplio consenso en la idea de que la estabilidad de cualquier sistema depende, al menos, de que se den dos condiciones, ambas necesarias y en ocasiones suficientes. La primera es que los máximos dirigentes del país adopten el punto de vista interno; esto es, que consideren legítimo el sistema político y (Constitución y desarrollos) y fuente de obligaciones y actúen con sus hechos y palabras en conformidad.

La segunda condición es que tengan la capacidad para hacerlo cumplir a quienes se desvíen del mismo y cuenten con el compromiso de la ciudadanía. Cuando éstas condiciones se dan en la práctica, como sucedió hace 40 años en el 23-F, el sistema normalmente puede hacer frente a los “casos difíciles” que se le puedan presentar.

Mirando el 23-F por el retrovisor está claro que nuestra democracia derrotó al golpismo e hizo irreversible con profundas reformas la integración de las Fuerzas Armadas en nuestro sistema constitucional. Un hecho histórico.

Y mirando a nuestro presente tal vez no sea ocioso insistir en otra enseñanza: que sin dirigentes que adopten el punto de vista interno, esto es, que crean firmemente en la legitimidad del orden constitucional, nuestro sistema sería mucho más frágil y podría irse debilitando hasta hacerse irreconocible.

*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito y ex rector de la Universidad de Alcalá.

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