La denuncia sobre una agresión homófoba en Malasaña puso en marcha una vez más una operación de profecía autocumplida en la que, esta vez, decidió implicarse personalmente Pedro Sánchez.
Comisión especial sobre delitos de odio, presidida por él mismo. Propaganda de la buena, genuina, de la de fruncir el ceño y ponerse campanudo. Cómo resistirse.
Cuando se supo que se trataba de una denuncia falsa, de una invención de alguien que no quería dar explicaciones a su pareja sobre sus gustos sexuales, importó poco o más bien nada. Si esta vez no había sido, lo sería en otro momento. Delito de odio. Sin duda.
Como tampoco tuvo mayor repercusión en su momento la evidencia de que el asesinato de Samuel en La Coruña no tuviese una motivación homófoba. El colectivo dijo sí y fue sí.
La verdad, ¿qué es eso? Como un falso positivo. Una excepción. Nada que pueda contradecir el sentimiento o la percepción de personas convertidas en colectivo, reducidas a un solo rasgo y victimizadas, en tanto que colectivo, por los demás y por ellos mismos.
El delito de odio convertido en mantra, en ese concepto que todo lo cubre, que tapa bocas e invalida argumentos, que criminaliza y que paradójicamente lo que genera, como reflejo pavloviano, es odio.
Lo cierto es que en ambas situaciones sí ha habido odio y sobre todo incitación al odio, sólo que dirigido desde el Gobierno, y no a un colectivo, sino a un partido, o simplemente a la posibilidad de disentir acerca de esa victimización convertida en arma arrojadiza, instrumento de adoctrinamiento o negocio.
Porque el delito de odio al que recurren tanto el Gobierno como determinados colectivos no es el de la Declaración Universal de Derechos Humanos o el de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y tampoco el ordenamiento jurídico español (de ahí que quieran cambiarlo).
El delito de odio que conviene al Gobierno y a esos colectivos es uno del que misteriosamente han desaparecido las opiniones políticas como causa de discriminación y por tanto como razón para que cualquier agresión (verbal o física) relativa a éstas, pueda ser castigada sin asomo de duda.
Para el Ministerio del Interior, de hecho, el delito de odio se refiere exclusivamente al que se infringe a los miembros de un grupo. ¿Y qué se considera como tal? Cualquiera que esté basado en “una característica común de entre sus miembros, real o percibida, como su raza, origen nacional o étnico, lengua, color de la piel, religión, edad, discapacidad, orientación sexual u otro factor similar”. Hasta aquí.
Por tanto, excluidos guardias civiles apaleados en un bar, policías nacionales, gente de esa que va provocando con banderas españolas, simpatizantes o dirigentes de partidos de derechas (incluso si forman parte del grupo mujeres) o víctimas de los asesinos de ETA.
Y excluidos y silenciados, también, quienes tengan la mala suerte de que su agresor forme parte de cualquiera de los colectivos victimizados.
Pero llegados a esta peregrina interpretación en la que las ideas políticas no tienen cabida, resulta que éstas sí pueden convertirse en justificación para que una persona (político, profesor, periodista, opinador) o un partido pueda ser acusado de incitación al odio únicamente por mostrar su desacuerdo con el discurso dominante.
Pero además, en el caso de una formación política, puede ser la causa para promover su ilegalización, su muerte civil o lo que es muchísimo más sencillo: la deslegitimación de cualquier pacto con ese partido y la imposibilidad, por tanto, de llegar a una suma, ahora mismo más que probable, para alcanzar la mayoría absoluta necesaria para formar gobierno.
Basta con tener de tu parte a la mayoría de los medios de comunicación y los resortes para mover la calle. Como los tienen ahora los partidos del Gobierno.
Así que pongamos que hablo de Vox. Pongamos que hablo de la suma del PP y de Vox.