Hacía casi cuarenta grados fuera. Entré en la sala de prensa de Moncloa y me desplomé en uno de los butacones. Ahora está muy de moda la meditación. Para los principiantes, recomiendan sesiones de quince minutos. Los ministros, después del Consejo, suelen tardar bastantes más en aparecer. Así que he decidido dedicar esos ratitos al arte de la contemplación.
Vino a mi cabeza una frase de Félix Bolaños: "Ser ministro... Ni se debe pedir ni se debe rechazar". Entonces, pensé: "¿Y si me toca a mí?". "¡Es imposible!", me corregí. Pero decidí -¡cuánto tardaban en salir!- imaginar esa aventura. Porque seguro que a Alberto Garzón, Ione Belarra o Irene Montero tampoco se les pasó por la cabeza que un día gobernarían el país.
Mi primera decisión importante sería mantener el pañuelo en la solapa de la americana. Por fin alguien reivindicaría el dandismo desde el poder. Un día le di ese consejó a Albert Rivera. No me hizo caso... y ya conocen el final.
Me sentaría, seguro, entre el ministro Castells -máximo exponente de la slow life que tanta falta nos hace- y Yolanda Díaz, a quien un día prometí convertirme a la hoz y el martini si seguía siendo tan amable.
Usaría a diario, por supuesto, la cartera con el nombre de mi ministerio; ésa que hoy sólo se emplea como atrezzo para las fotografías. ¡Si es que nos engañan hasta con el material escolar!
Al poco de empezar la perorata de Sánchez, sacaría la libreta y empezaría a tomar notas. Castells, imagino, me diría: "Chaval, no te va a servir de nada. El presidente cambia de opinión varias veces por semana".
"¡Hot president!", chillan en Estados Unidos. Y tan hot. Me haría sudar a borbotones. Todo el cuaderno repleto de tachones. "No pactamos con Bildu, mejor sí; no indultamos a los presos del procés, mejor sí; con Pablo Iglesias ni a la vuelta de la esquina, mejor sí".
Mi relación con "Pedro" -intentaría llamarle así para sobrevivir a sus carniceras crisis de gobierno-, no obstante, sería buena. Mis primeros pasos en la profesión fueron parecidos a sus primeros pasos en las cumbres norteamericanas: con una alcachofa de Onda Cero, perseguía a mis potenciales entrevistados.
Tiene razón Bolaños. Ser ministro es una cabronada. El sueldo, las dietas y el chófer nunca serán suficientes. En plena deliberación, intentaría convencerme: "Todo esto lo hacemos por nuestro país". Pero después derramaría la mirada sobre mis compañeros y... bebería mucha agua.
Mi falta de conocimientos macroeconómicos la disimularía como tantos otros. Disculpen que no les mencione. Se trata de compañerismo. Miraría el móvil y asentiría a todo lo que dijese Nadia Calviño.
El país, eso siempre pasa, se caería a trozos. Lo bueno de una coalición es su pluralidad. Cada uno apostaríamos por una cosa distinta. Ante el desconcierto, para romper un poco el hielo, propondría decidir por referéndum. Así me ganaría a mis colegas de Esquerra Republicana.
Pero, ¿qué haría hasta que llegara la primera nómina? Con lo que gano hoy, ¡no podría vivir como un ministro! En España suceden cosas increíbles, se puede avalar con dinero público a quien ha cometido un delito. ¡Cómo no me iba a avalar a mí el Estado si estoy limpio!
No tengo coche, pero mi abuela, niña de la guerra, me ha enseñado a hacer de la necesidad virtud. Abandonaría Moncloa a la par que los periodistas, en bicicleta, con un maillot firmado por Miguel Induráin. Haciéndome el encontradizo, acabaría improvisando una rueda de prensa. A seiscientos metros, escondido, me estaría esperando algún amigo con el coche.
Salió, por fin, la plana mayor del Gobierno. Volví a la realidad y a mis apuntes de verdad: "Valle de los Caídos", "José Antonio", "fascismo". Me encontré mal. Salí al baño. Debí de haberme mareado. Había viajado del futuro al pasado sin pasar por el presente.