Pablo Iglesias tiene razón. La política es una serie de Netflix. Cuando llegamos a casa y apagamos las luces, aparece por la tele un Madrid violento. Un salvaje Oeste repleto de balas y navajas ensangrentadas. De milicianos asesinos y pistoleros fascistas.
Por fortuna, en las terrazas, con el clin-clin de los hielos, uno puede medir el kilométrico abismo que separa la realidad de la ficción. Tendría gracia si no fuera por el peligro potencial que entraña esa lluvia fina del odio con la que los extremistas riegan la campaña: “Fascismo o democracia”, “totalitarismo o libertad”, “economía o muerte”… Todas esas idioteces tienen el objetivo de cavar en el presente las trincheras que, de momento, sólo existen en la cabeza de políticos miserables.
En Pamplona, cuando éramos pequeños, jugábamos a la sokatira. Abascal sabe lo que es porque también se practica en Euskadi. Dos equipos y una cuerda. Cada uno en una orilla. A la señal de “¡ya!”, unos y otros comienzan a tirar. Hasta que arrastran a su rival. La partida siempre concluye en el extremo derecho o en el extremo izquierdo. Jamás en el centro. Así viene sucediendo desde que Podemos y Vox sellaron su protagonismo.
Entonces, ¿por qué estamos perdiendo el tiempo? ¿De qué sirven esos sesudos análisis que buscan medir -y comparar- la radicalidad de Iglesias y Abascal? ¡Ay, si en el fondo son tan parecidos! Quizá lo único bueno que tenga esta campaña de la infamia sea que sus similitudes comienzan a brillar más que sus diferencias. El juego de la provocación, la acción-reacción, ¡la retroalimentación de la mentira!... Por fin escriben la trágica novela rosa que abrocha los dos proyectos.
¡Viva PodeVox! Imaginen un país en el que no haya nadie salivando con una cerilla cada vez que el otro extremo riega de gasolina la plaza. Todos, ¡también Pablo y Santiago!, saldríamos ganando. Ellos son los primeros que deben convencerse para que prospere la fusión.
A ver si los seducimos. Comenzamos. Santiago podría enseñarle a Pablo lo que significa sufrir el fascismo en carne propia, el riesgo de ser asesinado por defender una idea. Pablo podría explicarle a Santiago que cualquier gobierno democrático, por desastroso que sea, siempre será preferible a la dictadura de Franco.
Santiago podría enseñarle a Pablo que cuando se cede una vez ante el nacionalismo... se acaba cediendo siempre. Pablo podría decirle a Santiago que oponerse al nacionalismo con más nacionalismo es el peor de los remedios. Santiago podría contarle a Pablo que la criminalización de los ricos genera odio. Pablo podría mostrar a Santiago que la criminalización de los menas es xenofobia.
Santiago podría espetarle a Pablo que al votante le sabe muy mal cuando el candidato se convierte en todo aquello que repudió. Pablo, entonces, le recordaría a Santiago el famoso chiringuito que le puso Esperanza Aguirre para introducirle en la plácida burguesía.
Santiago podría detallar a Pablo que la clase obrera no es un voto que pertenezca a Podemos sine die. Pablo podría demostrar a Santiago que el electorado católico de Vox tiene dudas sobre la falta de caridad de los suyos con los extranjeros.
Y lo más importante: Pablo podría mostrar a Santiago cómo se lleva la americana. A cambio, Pablo podría prestarle a Santiago libros firmados por grandes poetas revolucionarios, como Gabriel Celaya o Jaime Sabines. Para celebrar la fusión, ¡viva PodeVox!, sería magnífica una calle asfaltada. Sin adoquines. Un cubata de ida y vuelta. Primero en Vallecas, después en el barrio Salamanca.
¿Se imaginan ese país? No, no podemos imaginarlo. Porque PP y PSOE, desnortados por el ruido que escuchan a derecha e izquierda, también se han puesto a jugar a la sokatira.
Un ruido. Golpes en la puerta. "¡Abre! ¡Equidistante, cabrón! Suelta ese teclado". Disculp... n... pued... termina.... est.. text...