El penoso asalto del Congreso, triste final de cualquier mandatario democrático, ha hecho un flaco favor al Partido Republicano y a la democracia americana.
Sus consecuencias a corto y largo plazo son imprevisibles, pero no es acertado compararlo con el golpe de Tejero de 1981 ni con la noche hitleriana de los cuchillos largos. Detrás del norteamericano disfrazado de búfalo con cuernos hay una provocación de propaganda con el penoso resultado de la pérdida de cinco vidas humanas.
Vaya por delante que, muy probablemente, el peor enemigo de Donald Trump sea él mismo. Hay personas, líderes políticos que generan adhesiones incondicionales y que, a la vez, tienen una extraordinaria facilidad para generar enemigos, incluso entre los propios partidarios.
Es el caso de Trump. Hasta la poderosa industria militar norteamericana ha parecido contraria a Trump, que no ha declarado ninguna guerra, a diferencia de sus predecesores.
En los procesos de crisis políticas, como la que atraviesa los Estados Unidos, hay factores estructurales y otros coyunturales. Entre los primeros hay que reseñar el carácter del presidente. No escucha a nadie, se confía a su instinto y se termina creyendo infalible. Las formas, despreciadas por Trump, son muy importantes en democracia.
A la altura del inicio del año decisivo para la reelección, en el año 2020, Trump tenía a su favor el bono del canciller (partir como presidente), un crecimiento económico espectacular y un paro registrado del 3%. Había limado las garras de Corea del Norte y, a diferencia de Barack Obama, no se dejaba tomar el pelo por dictadores como Raúl Castro o Nicolás Maduro.
Trump ha logrado acuerdos impensables entre varios países árabes e Israel, y se ha plantado frente a China con el resultado de la firma de un tratado, el 12 de enero de 2020, en el que, por vez primera, la República Popular China acepta equilibrar la balanza de pagos con los Estados Unidos, y se compromete a frenar la apropiación fraudulenta de tecnología norteamericana y pagar por el uso de patentes.
Un acuerdo importante con China que contenía una salvedad: todo ello se cumpliría salvo causas de fuerza mayor o una pandemia. En marzo, Occidente estaba invadido por el virus de Wuhan y el Tratado con China se convirtió en papel mojado.
Aunque los sondeos publicados por la prensa norteamericana cinco meses antes colocaban a Joe Biden a una distancia de 6-8 puntos a su favor, era bien sabido que la reelección dependía de cinco estados: Ohio, Florida, Georgia, Pensilvania y Arizona. Trump ganó en Ohio y Florida. En los otros tres, perdió por un pequeño margen de votos aparecidos a última hora.
Dado que no se ha podido demostrar fraude electoral la pregunta es: ¿Cuál es la razón de esa derrota? De nuevo el virus. La pandemia jugó en contra de Trump. Siguiendo la prensa y la televisión americana en los dos últimos meses previos a los comicios se podía apreciar un doble fenómeno.
Por un lado, el asunto de la violencia desatada por las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter se volvió en contra de los demócratas arrodillados y comenzó a reducirse la distancia entre los dos candidatos.
Paralelamente, los directores de la campaña electoral de Biden y la mayoría de los medios de comunicación centraron la crítica en Trump por su insensibilidad y responsabilidad ante la expansión de la Covid-19 en los Estados Unidos, que alcanzó la cifra de 200.000 muertos.
Los demócratas consiguieron convertir lo que Trump esgrimía como un éxito de su gestión (mantener el pulso económico y no proceder al cierre de ciudades o estados) en el principal argumento de crítica. Trump no supo o no pudo responder a esa estrategia de comunicación y el resultado fue, además de las causas estructurales antedichas, perder las elecciones.
Finalmente, el virus, surgido en la dictadura china, ya sea por su posible origen interesado, ya sea por su utilización política por parte de sus adversarios en la campaña electoral, pudo con Trump.