Hay equipos que juegan y equipos que ganan. De una u otra forma, Zidane consigue encarrilar a su grupo en la senda tradicional del Real Madrid: no importa tanto jugar mejor o peor, lo que importa es ganar. Con un primer tiempo eximio y una segunda parte que recordó a Pirri y a Camacho, el equipo del Di Stéfano ganó un clásico que mereció su apelativo con mayúsculas por la interminable sucesión de sorpresas.
Por su parte, el Barcelona se movió en los parámetros holandeses desde que Cruyff llegó al club: posesiones interminables en busca del pase vertical y definitivo. Quizás deberían darle un repaso al método, pues de una u otra forma, terminan por dejar amplios espacios que defender. Demasiados para los muchos velocistas que pueblan los equipos modernos.
Y el Madrid actual es un equipo plagado de ellos. En especial durante el primer tiempo, los jugadores blancos galoparon con tanta soltura y frecuencia, que recordaron al Bayern Múnich del año pasado. Los azulgranas se ahogaban en el desconcierto, aún antes de que estallara la tormenta que convirtió el partido en un choque superlativo.
Con su victoria, el Madrid dijo muchas otras cosas. No es el equipo dubitativo y endeble del primer trimestre, sino un conjunto poderoso a la altura de los mejores de Europa. La madurez súbita de algunos jóvenes (Mendy, Militao, ¡¿quién necesita un central?!) y la calidad sublime (¡Benzema, un gol para la galería de recuerdos!) de los bien conocidos han completado un grupo ambicioso, con profusión de jugadores rápidos y un portero elástico de enorme envergadura. De nuevo ayer, soberbio Courtois.
En definitiva, el Real Madrid es un equipo moderno y heterogéneo, con piezas para interpretar muchas variantes tácticas y bordarlas. Seguro que los entrenadores de sus rivales futuros, también en Europa, torcieron ayer el gesto.
Sólo la errática toma de decisiones del esforzado Vinicius, y algún remate fallido, dejaron al Barça con vida antes del descanso. Hay que reconocer el empaque de estos azulgranas, que, tras primeros tiempos nefastos, reaparecen para cambiar el signo del partido.
Porque el esfuerzo frente al Liverpool comenzó a pasar factura en la precisión del toque y en el ajuste de los espacios. Una cuestión vital, en un partido que era cuestión de centímetros. Los suficientes para que Messi colocara sus pases; los necesarios para que el Madrid saliera en estampida como una manada de guepardos.
En la incertidumbre, el Madrid se acordó de que había ganado una liga defendiendo, al tiempo que Zidane tomaba una de esas decisiones sorprendentes que colocan su figura entre el genio y el manirroto. En este caso, y otros tantos, hay que reconocer su lectura sutil e imperturbable, su instinto de hombre acostumbrado al alambre y a batallas futbolísticas grabadas en la historia del fútbol. Casi de una tacada, entraron Asensio, Isco, Marcelo y Mariano, una operación valiente que retrasó durante muchos minutos a un Barcelona amenazante tras el 2-1.
La figura de Zidane cobra fuerza junto a las proezas de su equipo y viceversa, como si los jugadores necesitaran el apoyo de su entrenador de forma imperiosa. Cada victoria notable coincide con planteamientos ajustadísimos al momento y maniobras ingeniosas sobre la marcha. Y cada victoria sobresaliente revela un trazo nuevo de la singularidad de Zidane y la de un decenio legendario.
P. D. La inveterada costumbre de rodear con frecuencia y multitud a los árbitros y de tomarlos como excusa cuando pierden, menoscaba su enorme calidad, la entereza que mostraron en la segunda parte. Un desgraciado colofón para un partido inmenso.