Y no, no me he equivocado; no he transmutado a otra fecha del calendario, festividad de madres. Ya sé que se celebró el domingo anterior. Incluso recibí unos preciosos tulipanes como detalle de mis hijas. Lo sé yo, y lo sabemos todas las madres. Como lo sabemos las hijas, incluso aquellas que como yo solo podemos regalar flores a ese recuerdo imborrable que representan las ausentes, las que pasaron a otra dimensión. Pero me gusta pensar y defender que los días de la madre como los del amor son todos los días. De hecho, en la mayoría yo echo mano del teléfono para llamar a la mía. Y miro al cielo. Por si acaso.

Habrá —y hay— todo tipo de madres, como de padres, como de personas. Como de hijos. Y pocas veces se escucha una mala palabra sobre sus progenitoras a quienes por la razón que fuere han sido expulsados o se autoexpulsaron en mayor o medida del sistema. De la misma manera que pocas veces se escucha a una de ellas referirse con improperios a esa prole que se desnormalizó. Habrá excepciones. Como en cualquier ámbito vital. Pero me atrevería a decir que pocas.

Porque en general hay “una coraje” en cada madre. Seguramente será el instinto de protección el que lo provoca. Y cuando el niño o la niña más lo necesitan más se crecen esas mujeres que parece que se elevan para que su descendencia salga de enfermedades, discapacidades, de otras normalidades, salga o encuentre una mejor manera de vivir, sobre todo en el momento en las madres sienten el temor —léase terror— del futuro de sus vástagos, al desaparecer ellas.

Hablo de madres, pero por supuesto que hay padres a esta imagen y semejanza, no vaya a malentenderse, pero me he encontrado con muchas madres en el camino que se empeñan hasta decir basta. Como Isabel Gemio, a quien recientemente entrevistamos Cruz Sánchez De Lara y yo en nuestro pódcast Arréglate que nos vamos, que creó la fundación que lleva su nombre, para la investigación de las enfermedades neuromusculares, distrofias musculares y otras enfermedades raras.

O como Pilar García de la Granja, hacedora —porque todo lo hace ella— de la Fundación Querer en 2018, para la educación de niños con requerimientos especiales derivados de enfermedades neurológicas. Me gusta nombrarlas porque creo que son ejemplos visibilizadores de la realidad de la enfermedad, de la necesidad de cuidar, del grito humanitario arropador de hijos —en su caso, Gustavo y Pepe— e hijas a los que buscan un hueco en la sociedad. Pero son también o pueden ser ejemplo multiplicador, contagioso para la construcción de un mundo más justo y mejor para quienes tienen tantos derechos como el resto.

Hay muchas más. Seguro. Y se merecen todas ellas el homenaje de 365 días al año. Pero hay otras madres de las que nunca se habla, que no tienen fundación, ni flores, ni cuentos de hadas. Aunque por su edad merecerían estar leyéndolos o contándolos. Madres que nunca debieron tener descendencia. Porque nunca debieron casarse. Porque son niñas obligadas a contraer matrimonio. En el tiempo que lleva, que llevas, leyendo este artículo habrán casado a 84 niñas en el mundo, entendiendo niñez hasta la edad de 18 años.

Lo dijo Andrés Conde, CEO de Save the Children en España en la COP28: las regiones de alto riesgo climático lo son también de este horrible fenómeno. Por ejemplo, explicó en su día que en las zonas de Etiopía más afectadas por la sequía y la falta de alimentos las tasas de matrimonio infantil aumentaron un 119 % en 2022, en comparación con 2021. O que, en Bangladesh, las probabilidades de que las niñas de entre 11 y 14 años contraigan matrimonio se duplican en los años posteriores a las olas de calor extremo.

Son cifras. De criaturas cuya vida no debería truncarse. De niñas con derecho a serlo y que no tendrían que ser madres, incluso desde el punto de vista fisiológico: porque su cuerpo no está preparado para ello, lo que es causa de enfermedades e incluso muerte en los partos. Por no hablar de la violencia sexual que supone o que se genera en la mayoría de las ocasiones. Son cifras, repito. Frías. Lo impresionante es conocer a quienes las habitan.

Como Nada Al-Ahdal. Ella escapó de ese abismo. Aún le tiembla la voz en su pequeño cuerpo cuando relata su historia. Y a mí el pulso cuando la escribo. Once años tenía esta yemení que a los 22 mantiene estructura corporal y voz infantil, cuando abortó la determinación paterna de casarla. Muestra la fortaleza de una leona. Así debió de ser siempre.

Desde su huida, ayudada por un tío que vivía en Londres, se convirtió en una activista de los derechos de las niñas a serlo. Es impresionante escucharla y entender lo que vivió y lo que vive. Lo ha experimentado en su propia familia. Cuenta que una de sus tías fue casada con 14 años, vivió un año con su marido y después se prendió fuego con gasolina y murió. Más espeluznante aún lo es verla en un video que se hizo viral, precisamente cuando escapó. Les invitó a buscarlo en YouTube.

Nada es embajadora del programa filantrópico global DO GOOD que en España cuenta con la asociación de La Roca Village, una iniciativa conjunta con The Bicester Collection, cuyo objetivo es, como su propio nombre indica, 'mejorar la vida de los demás'. En este caso, se trata de concienciar para acabar con este maltrato infantil; para conseguir un paso más hacia la consecución de la igualdad.

A los 11 años, Nada tachaba de criminales a sus familiares. Hoy son sus principales valedores. Hoy no solo ellos no casarían a sus hijas menores, sino que se han convertido a su activismo coraje. Incluso tiene constituida desde 2017 una fundación que lleva su nombre.

La Fundación Nada está legalmente constituida en el Reino Unido, tras el estallido de la guerra de Yemen, y si bien ha recibido el impulso del exprimer ministro del país está en permanente búsqueda de financiación que permita educar a las niñas para desarrollar habilidades que les convierta en seres autónomos. Puede que nos pongamos de perfil porque, tal ve, nos pilla lejos, ¿no es impactante que cada año 12 millones de menores sean obligadas a casarse?