Marrakech ya no es esa ciudad caótica donde todo parece apretujarse con el tiempo y la historia. La ciudad marroquí ha cambiado mucho gracias a grandes obras para que sus avenidas sean más cómodas y hasta su corazón, la Plaza de Jemaa Al Fna, tenga hasta un punto de orden dentro de su ajetreo vital.
En esas transformaciones, se ha convertido en un destino perfecto para pasar 36 horas o un fin de semana corto, puesto que hay muchos vuelos directos desde varios aeropuertos españoles que te permiten cambiar de país y hasta de continente en un par de horas.
Nuestro recorrido tiene que empezar y terminar en Jemaa al Fna, la plaza de los ahorcados, que es lo que significa su nombre, recordando los ajusticiamientos que se producían en esta explanada hace unos siglos.
Mezquita de la Kutubía, un símbolo de Marrakech.
Es una plaza de doble cara pero con la misma esencia: celebrar la vida al más puro estilo marroquí. Por la mañana, los puestos tradicionales de zumo que antaño eran de naranja, ya ofrecen granada, pomelo, limón, naranja-zanahoria y hasta piña-fresa.
Ese chute de fruta 100% natural es la mejor forma para conectar con el ritmo vital de los habitantes de Marrakech. Antes de llegar a la plaza, el plan perfecto es ver la Mezquita de la Kutubia, el símbolo de la ciudad y una conexión obligatoria con España ya que su minarete es el origen de la Giralda de Sevilla y también el monumento almohade más importante que queda en pie.
36 horas en Marrakech.
Una curiosidad de esta mezquita es que cuando se construyó erraron en los cálculos y no miraba a La Meca así que tuvieron que rehacerla en una segunda versión. Para Marrakech, la Kutubia es ahora mismo como un faro de 66 metros de altura que sabe dónde tiene que dirigirse.
De ahí a la plaza hay menos de 10 minutos andando. Nos sorprenderá a la entrada los coches de caballos alineados a la espera de quienes se quieran animar a recorrer la ciudad antigua montado. Hace años, las calesas se amontonaban entre idas y venidas de los animales, pero ahora tienen un sitio muy especial y casi guardan un orden de entrada y de salida.
Una puerta arqueada con marco azul, que da al patio y jardín de baldosas, el Palacio de Bahía.
Bebido el zumo y aspirado el ambiente mañanero con las tatuadoras de henna, los encantadores de serpientes, los hombres con trajes tradicionales que reclaman una foto por unas monedas y hasta los sacamuelas que muestran cuál es su trabajo, lo ideal es caminar por la parte antigua hasta el Palacio Bahia o El resplandeciente.
Este bello lugar fue construido en 1860 por el gran visir Si Moussa y ampliado por su hijo Ba Ahmed. Lo mejor de sus patios y salones son los techos de cedro tallado y pintado, con sus vigas decoradas, y los mosaicos geométricos de zellige y estuco tan delicado que parece un encaje. Ambos son muy representativos de la artesanía marroquí del XIX.
Tras recorrer sus jardines, podemos acercarnos a las Tumbas Saadíes, un pequeño mausoleo donde parece imposible encontrarse una increíble sala con 12 columnas de mármol de Carrara donde está enterrado el gran Al Mansur.
Se trata de un monumento funerario del siglo XVI con una decoración riquísima que muestra el poder que tuvo Marrakech bajo la dinastía saadí. Sólo se puede ver a través de la puerta y suele haber bastante cola aunque merece mucho la pena visitar el complejo.
Si ya está atardeciendo, es mejor volver a la plaza de Jemaa Al Fna para vivir su otra cara: la noche. A las tatuadoras, monos y serpientes, se unen juegos de destreza física y mental y decenas de puestos de comida típica. Busca uno de caracoles en la parte derecha de la plaza, que es increíble por el producto y su sabor.
Según la hora, podremos escuchar a las mezquitas que rodean el recinto llamar a la oración, lo que supone un espectáculo sonoro que se une a la estimulación que la plaza supone para el resto de los sentidos.
Madrasa Ben Youssef.
Tumbas Saadies en Marrakech.
El día siguiente podemos centrarnos en el zoco, uno de los más estéticos de Marruecos. Lo mejor es perderse, pero con una dirección: la Madrasa de Ben Youssef. Esta escuela coránica fácil de encontrar porque parece que todas las callejuelas llevan a ella, llegó a acoger a 1.000 estudiantes en sus mejores años.
Hoy podemos disfrutar de su patio pero también de las celdas donde estaban alojados estos jóvenes. A la salida, nos encontramos la Qubba o Cúpula almorávide, del siglo XII, y el único vestigio que queda del arte previo a la llegada de los almohades en la ciudad.
Al otro lado del zoco está el Jardín Secreto, un lugar perfecto para descansar del ritmo imparable de la ciudad. Según cuentan fue parte de la casa del Gobernador en el siglo XIX pero permaneció cerrado al público hasta 2016, cuando lo rehabilitaron y lo han abierto convirtiéndolo un auténtico oasis.
Lo mejor es sentarse en una de sus terrazas a tomar un té mientras se disfruta de las vistas de la ciudad y de un respiro antes de volver al zoco. Es una muy buena idea si no queremos ir hasta Casa Majorelle, aunque el Museo de Yves Saint Laurent es un lugar único que no deberíamos perdérnoslo.