Javier Navarro.
Hay una escena que se repite con frecuencia en nuestras casas: una mesa, papeles sueltos, una taza de café, un bolígrafo que no escribe, el móvil boca abajo —como si fuera posible silenciar el mundo—.
Aunque nadie en sus cabales consideraría heroica esta situación, la creación no suele nacer en los templos sino en espacios banales, incluso vergonzosos, desordenados, sucios.
La mesa de trabajo, esa sobre la que se esculpió el Gran Poder, o se escribió la última novela de Juan Villoro, es un lugar donde conviven objetos inútiles y recuerdos amontonados.
En ella se libran las batallas más comunes de nuestros días: la de traducir el ruido en música, la de convertir el amasijo de palabras del diccionario en un texto legible, la de hacer que cientos de números encajen en un balance económico.
Es bonito pensar que las ideas aparecen por generación espontánea y que escribir, dibujar o proyectar son resultados elevados de inspiración y creación sublime, pero lo cierto es que el viaje suele empezar mal, con un mar de dudas y frases —o trazos— que no funcionan.
Esa misma sensación de andar a tientas y desconocer qué se está haciendo es el inicio de cualquier trayecto, sea creativo o vital. Coincido con Villoro cuando dice que “escribir —o vivir, añadiría— es avanzar hacia una meta ignorada.”
En Sevilla, ciudad acostumbrada al relato bien pulido —sin segundas acepciones bancarias—, esta idea resulta casi subversiva.
Aquí parece valorarse el discurso bien cerrado, el último floripondio del pregón, la frase redonda de un vídeo de Malacara o el edificio recién inaugurado, dejando atrás la montaña de fracasos acumulados que nunca vieron la luz.
Escribir, proyectar, pensar son formas de hacer preguntas con los medios que tenemos a mano, y en el proceso los pliegues de los dedos se nos llenan de manchas de boli y los márgenes de borrones.
No deberíamos entonces temer a las mesas de trabajo ni a los errores, porque son un espacio de espera —como la mismísima Cuaresma—, de desgaste, de repetición, donde el tiempo se espesa y la espera se alarga.
Algo tienen esos largos tiempos de espera, esas mesas desordenadas, que enganchan. Mientras observo la mía y cuento los días que nos separan del Miércoles de Ceniza, me doy cuenta de que estamos en pleno “período de preparación”.
Desde la atalaya del Adviento veo que esa Sevilla de fachadas acabadas y versos revisados vive en una permanente espera, en una suerte de víspera de sí misma. Pero la versión definitiva, la buena, nunca llega; y cuando llega, pasa.
En una época obsesionada con la productividad y el rendimiento, parece sano recordar que no todos los trabajos —ojalá así lo fuera— producen satisfacción inmediata: existen oficios —los de la imaginación, los del pensamiento, los de la palabra— que generan más incertidumbre que certezas, y que aun así nos ayudan a vivir y entender el mundo.
Tal vez por eso regresamos cada día a esa mesa cotidiana, como el mosquito que a sabiendas de su final vuelve a la luz.
Al terminar la jornada nadie puede asegurar que el resultado justifique el esfuerzo, pero persiste una victoria mínima, imperceptible, que siempre se repite: el haber permanecido, el haber asumido que pensar —como escribir— exige convivir con la incertidumbre sin convertirla en excusa. En tiempos de ruido constante, eso ya es mucho.