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Cuando uno llega al centro industrial joyero más grande de Europa, ubicado a las afueras de Córdoba, cualquiera de las 106 cámaras instaladas en el recinto tarda apenas un segundo en seguirte el rastro y convertirse en tu sombra.

Esos ojos robotizados que se ven por todas partes, en cada esquina, monitorizan cualquier movimiento de todo el que accede a esta instalación de 140.000 metros cuadrados y que costó 60 millones de euros ponerla en pie.

Las 138 empresas de fabricación de joyas que trabajan en este búnker -hasta la fecha, inexpugnable- se sienten protegidas. Nadie ha sido capaz de robar de aquí ni un sólo gramo de oro desde que se abrió el parque, en el verano de 2005.

Ni siquiera los propios empleados pueden escamotear a diario polvo de oro. Las medidas de seguridad que han implantado las empresas son extremas con tal de evitar que se pierda la materia con la que trabajan.

Algunas joyerías obligan a los miembros de sus plantillas a que se laven las manos y los brazos hasta veinte veces al día en una pila con circuito cerrado de agua que permite recuperar todas las partículas que corren por él. En otras, una máquina les cepilla las suelas de sus zapatos cada vez que pasan de una estancia a otra.

Una de las 106 cámaras que vigilan este recinto de 140.000 metros cuadrados

Una de las 106 cámaras que vigilan este recinto de 140.000 metros cuadrados Dani Pozo

Aquí, la seguridad se ha convertido en una efectiva paranoia. Un ejemplo: en la compañía Martín Ruiz, con tres décadas de vida, el año pasado recuperaron 3 kilos de oro adoptando estas medidas. O lo que es lo mismo, algo más de 90.000 euros que podrían haberse extraviado sin que nadie se percatara.

EL ESPAÑOL ha accedido a la instalación de la que cada año salen un millón de piezas de oro con destino a cualquier punto de la Tierra. Por este refugio vigilado día y noche por 18 guardas y conectado las 24 horas con la Policía Nacional y la Guardia Civil pasan al año 600 kilos de oro. En ninguna ciudad de España se maneja una cantidad similar a la de Córdoba. Sólo el Banco de España tiene más en sus reservas (cerca de 28 toneladas).

Pero se trata de un caramelo para los ladrones: más de 23 millones de euros de uno de los metales más preciados del planeta están en Córdoba, reunidas en un mismo lugar. Pero ni por esas. Nadie, en sus 11 años de vida, ha podido atracar dentro del parque joyero de Córdoba. Para hacerlo, haría falta pergeñar el robo del siglo.

“NOS SENTIMOS MÁS SEGUROS”

Accedemos al parque joyero de la ciudad califal de la mano de su gerente, Arístides Bermejo. A nuestra llegada la seguridad sólo se relaja gracias a las gestiones que él realiza. Pese a todo, después de que un vigilante haya escrutado al milímetro las mochilas del reportero y del fotógrafo, pasamos por debajo de uno de los tres arcos antimetales que hay en la entrada del recinto.

Ningún extraño puede acceder sin quedar registrado. Si los alrededor de 1.000 empleados de las 138 compañías que fabrican joyas aquí quieren entrar a su puesto de trabajo, previamente han de mostrar ante un lector su huella digital y llevar siempre consigo una acreditación personal. “En todo momento se sabe el número exacto de personas que hay dentro del recinto, que se divide en 14 sectores”, explica Bermejo. “Hasta a las moscas vigilamos”, dice entre risas.

Álvaro Baena y un compañero, extrayendo el oro de las recipiente con el que lo recuperan.

Álvaro Baena y un compañero, extrayendo el oro de las recipiente con el que lo recuperan. Dani Pozo

Es él quien nos acompaña a la primera empresa que se instaló aquí, Martín Ruiz. Su actual dueño, Rafael Martín -hijo del fundador- cuenta que la compañía realiza todo el proceso necesario para confeccionar una joya de oro: desde el diseño hasta el engastado de piezas preciosas, pasando por la fundición del oro. Fabrican para Tous, Festina, 1 de 50... Venden a cualquier punto del planeta.

Su empresa representa la evolución del “típico taller” de joyería que antaño, entre los años 70 y 90 del siglo pasado, se instalaron en los barrios cordobeses de Cañero y La Magdalena. Allí, en casa bajas, se trabajaba el oro y la plata en talleres familiares, algunos clandestinos.

“Esta instalación ha sido un impulso modernizador para el sector. Ahora somos una industria como tal [son el tercer centro empresarial que aglutina mayor número de trabajadores de toda la provincia]. Además, nos sentimos mucho más seguros en este recinto. Antes estábamos diseminados en barrios como Cañero y los robos eran frecuentes. Los joyeros corbobeses vivíamos con el corazón en un puño. Ahora todo ha cambiado. Poco a poco, la gente que sigue trabajando en la ciudad se va viniendo aquí”, explica Rafael Ruiz, que además de gestionar su negocio es el presidente del parque joyero.

El empresario cuenta que, antes de instalarse aquí, cada noche, cuando bajaban las persianas del negocio, él y sus empleados se dispersaban por las esquinas de la calle para ver si en el entorno había alguien “sospechoso”. Luego, salían “pitando para llegar pronto a casa”. “Eso ya pasó. Ahora todo el protocolo de seguridad lo gestiona el parque. Nosotros salimos de aquí con toda la tranquilidad del mundo”, explica.

“ES UNA LOCURA A LA QUE TE ACOSTUMBRAS”

La necesidad de que de cada uno de los 138 talleres no se pierda ni un sólo gramo de oro es primordial. Aunque ante el reportero los trabajadores se muestran acostumbrados, para el visitante resulta sorprendente ver cómo se evita su pérdida o robo.

Eloísa López -unos 40 años, bata azul, pelo castaño y corto- es uno de los 36 empleados de la fábrica de joyería Martín Ruiz. Ella, que empezó a trabajar aquí en 2001, cuando aún era un taller en la ciudad, se dedica a sacar del fuego las piezas que previamente han sido diseñadas. Ella las calienta, les da forma, las perfecciona. Otros, después, las puliran, les darán brillo o les engarzarán alguna piedra.  

Eloísa López, encima de la máquina que limpia las suelas de los empleados cada vez que van de una dependencia a otra.

Eloísa López, encima de la máquina que limpia las suelas de los empleados cada vez que van de una dependencia a otra. Dani Pozo

Cuando Eloísa necesita ir a la zona de oficinas y salir de la sala en la que trabaja confeccionando joyas de oro de 24 kilates, lo primero que hace es lavarse las manos en un pila. Así, gracias a que el fregadero dispone de un sistema de decantación con filtros, se evita que el polvo de este metal que lleva adherido a los brazos y a la ropa se pierda por las cañerías. “De media, me lavo las manos y los brazos entre 10 y 15 veces al día. Pero me las he llegado a lavar hasta más de 20”, confiesa.

El agua de ese fregadero se extrae de las tuberías cada 15 días. Luego, se filtra, dando como resultado una mezcla de barro que contiene polvo de oro y que se deja secar al sol. Cuando se ha convertido en materia sólida, esa masa se quema en un horno a 1.200 grados durante unos minutos para que desaparezcan las impurezas. Sin embargo, se extrae el oro, que al entrar de nuevo en contacto con el aire se enfría y se solidifica.

Pero Eloísa no sólo se limpia las manos y los brazos. Antes de abandonar su zona de trabajo y de entrar a las oficinas de Martín Ruiz, durante unos segundos se detiene sobre una máquina vibradora instalada en el suelo. El artefacto, ubicado bajo el umbral de la puerta que separa su departamento del resto de dependencias de la empresa, tiene unos pequeños cepillos de pelo de un centímetro de altura que quitan todo el polvo de las suelas de sus zapatos. Esa ‘basura’ también se fundirá para poder recuperar los gramos de oro que se dispersan por el suelo.

“Es una locura a la que estamos acostumbrados”, reconoce Eloísa. “Pero es lógico. Trabajamos con un metal muy caro y cualquier gramo que logremos recuperar resulta valioso para nuestros jefes”, añade.

OPTIMIZAR GASTOS

A Eloísa no le falta razón. La compañía para la que trabaja recuperó 3 kilos de oro en 2015. “Son unos 90.000 euros [dependiendo de la cotización diaria del gramo de oro] que hemos recuperado de una forma muy sencilla”, dice su jefe, Rafael Ruiz. “Más que por temor a que me roben mis empleados, que no existe porque son personas de confianza, es una forma de optimizar gastos y rentabilizar el material con el que trabajamos”.

En esta empresa, como en las restantes del parque joyero, todo está pensado para evitar pérdidas y robos. Además del uso del fregadero, en otros departamentos se barre cada día el suelo y se amontona la basura para luego quemarla. También, los sacadores de fuego como Eloísa confeccionan anillos, pendientes o pulseras con las manos introducidas en unos guantes en cabinas portátiles que asemejan a las incubadoras de los niños. Así, al trabajar las piezas, se evita que el polvo de oro salte y se expanda por la zona de trabajo, por lo que luego es mucho más sencillo recogerlo.

“Antiguamente, el polvo de los tornos se recogía y se fundía para sacar de ahí el aguinaldo de los trabajadores. Pero eso ya pasó a mejor vida”, cuenta con sorna el treintañero Rafael Aceta, que trabaja en Martín Ruiz como sacador de fuego desde hace una década. “Ahora, al tratarse de empresas grandes, es normal que se intente recoger hasta la última mota de polvo”, reconoce.

EL HOMBRE CLAVE

Álvaro Baena es fundidor en Martín Ruiz. “Recupero y afino el oro”, cuenta este hombre de rostro amable y sonrisa perenne que trabaja desde hace 20 años en esta empresa de fabricación de joyas. El hombre, que se acerca al medio siglo de vida, cuenta que toda la basura que se recoge del suelo, de las máquinas ‘limpiasuelas’ y también del fregadero con sistema de filtros propio pasa por sus manos. O mejor dicho, por su horno.

Tras un proceso previo de quemado e incinerado, con la ayuda de un compañero mete la basura que contiene polvo de oro en un cubo de un material resistente a temperaturas que oscilan entre los 1.200 y los 1300 grados. Esa materia la mezcla con diversos ácidos que le permiten recuperar el metal de una sola pieza.

Cabina en la que trabajan los sacadores de fuego para evitar que se pierda por el aire el polvo de oro.

Cabina en la que trabajan los sacadores de fuego para evitar que se pierda por el aire el polvo de oro. Dani Pozo

Cuando visitamos a Álvaro en su puesto de trabajo acaba de recuperar una pieza de unos 400 gramos. “Pero he de afinarla para que sea oro de 24 kilates. Ahora -dice- contiene impurezas. He de introducirla en una máquina que contienen un líquido formado por diversas sales. Tras ese proceso, se quedará en la mitad de peso”, explica.

UN MILLÓN DE JOYAS DE ORO

Los empresarios del parque joyero son recelosos a la hora de hablar de qué cantidades de oro disponen para trabajar a diario. Sin embargo, Fernando López, el director de ECOMEP -la empresa que certifica la calidad de cada una de las joyas que salen desde aquí para ponerse en venta- sí aporta cifras. En 2005, cuenta, del parque joyero partieron un millón de piezas de oro. O lo que es lo mismo: unos 23 millones de euros en forma de 600 kilos de este material tan codiciado y cuyo precio en el mercado está a 37 €/gramo.

El 60% de las joyas que se fabrican en el país parten de aquí. En sus 11 años de vida, el parque joyero de Córdoba nunca ha sufrido un robo. Por el momento, se muestra inexpugnable. Dentro, los empresarios están confiados y trabajan con tranquilidad. Saben que hasta el polvo que respiran es oro, y por eso hacen cualquier cosa para recuperarlo.