El real antes del comienzo.

El real antes del comienzo. Fernando Ruso

Reportajes

Jaleos en la ciudad efímera: así se monta una de las casetas más antiguas de la Feria de Abril

¿Cómo conviven 43 familias en una ‘casa’ de 192 metros cuadrados? Así se preparan los socios de El Machacante, una de las casetas con más solera del real.

11 abril, 2016 10:20
Pepe Barahona Fernando Ruso

Los sevillanos revisten con recuerdos el frío esqueleto de acero de sus casetas en las vísperas de la Feria de Abril, una ciudad efímera a la que se traslada el ajetreo de la urbe durante una semana. La metrópoli, la de cemento, se queda vacía. Las casas se desocupan y la vida se concentra en el real. Allí se come, se hacen negocios, se retoman amistades y se hacen otras nuevas. Se vive en un jaleo continuo en el que la máxima es exprimir el momento porque la feria nunca volverá a ser igual.

“Nunca hay dos iguales”, confirma Manuel Caballero, el presidente de la caseta El Machacante, una de las más antiguas de la feria y una de las más célebres del real. También una de las más exclusivas. Tiene 43 socios y 192 metros cuadrados. “Yo diría que es imposible entrar como nuevo socio”, confiesa. No recuerda el número de personas en lista de espera. “Muchos”, concluye.

Feria de Sevilla, jaleos en la ciudad efímera

A escasas horas de que en la medianoche de este lunes el Alumbrao dé luz a las 212.000 bombillas que se reparten por el recinto, los socios de El Machacante apuran la decoración de la que será su casa en la semana que está por llegar. “Yo voy a dormir a casa. El resto del tiempo estoy en mi caseta, que realmente es mi casa durante la feria”, explica el presidente.

En las vísperas, el albero se convierte en un deambular frenético de electricistas, camareros o montadores que dan servicio a las 1.051 casetas que pueblan el real, un espacio de casi un millón de metros cuadrados modulados por 15 calles y situado en el barrio de Los Remedios, donde residen vecinos de alto poder adquisitivo.

La feria hace ya años que llegó a su punto de máxima expansión y cada metro se cotiza caro en esta fugaz ciudad que el resto del año permanece desierta y sin uso. “Apenas hay casetas nuevas y las que hay son fruto del despiste de sus anteriores ocupantes, que están obligados a renovar la plaza anualmente. A muchos se les olvida”, cuenta Caballero, economista de profesión.

No es el caso de El Machacante, una caseta que data del año 1927 cuando también se hacía difícil conseguir una plaza en el real, que por aquella época estaba situado en el Prado de San Sebastián, una zona situada en la ciudad extramuros y que en la actualidad se confunde por cercanía con el centro.

Caseta de El Machacante.

Caseta de El Machacante. Fernando Ruso

La feria de antaño

Entonces, la portada era una pasarela de hierro inspirada en la torre Eiffel situada en la calle San Fernando, junto a la Real Fábrica de Tabacos, actual sede de la Universidad de Sevilla. “La caseta primigenia estaba situada junto a la calle donde los gitanos montaban los puestos de churros y de buñuelos”, recuerda Manuel García Carrera, nieto de los socios fundadores. “Nací el 23 de febrero de 1937 y en la cuarentena ya vine a la feria”, presume.

“En el año 27, la feria ya era de diversión, de cante y de baile y de reuniones familiares que nada tenían que ver con la inicial feria de ganado”, relata Manuel, que hace gala de memoria y explica que fueron un vasco, José María Ybarra, y un catalán, Narciso Bonaplata, los que impulsaron en 1846 lo que se considera el germen de la actual fiesta.

En el origen, los socios de esta caseta pagan cinco pesetas de cuota. Un duro, un machacante. “Y de ahí viene el nombre”, detalla Manuel. Hoy la cifra asciende a los 660 euros. No es lo único que ha cambiado.

“Las casetas, en esos años, no tenían un restaurante dentro y las familias tenían que traer la comida de casa. Las mujeres venían con sus canastos y traían una infinidad de tortillas, de filetes empanados y aperitivos de todo tipo”, recuerda Manuel. “Nos reuníamos en el ambigú, nunca a la vista del público que pasaba por el real porque el acto de comer en familia era un acontecimiento privado”, explica. Allí coincidían varias familias y, continúa, “se compartía lo que había”.

Y cuando se terminaba de comer, “se salía a la caseta donde se continuaba con el baile de sevillanas, que era lo suyo, y viendo pasear a las chicas vestidas de flamenca, distinguiendo lo guapas que venían”.

“Era una feria más primitiva de lo que es hoy”, puntualiza. “Más modesta”.

Manuel se emboba mientras navega por un mar de anécdotas. “Yo me acuerdo que cuando yo era un chiquillo, la noche del Alumbrao, mis tíos Manolo y Francisco Carrera venían desde el centro de Sevilla con los cartuchos de ‘pescaíto’ frito, porque en la caseta no había cocina”. 

Nada que ver con la actualidad. Las casetas tienen hoy en el ambigú a los ‘reposteros’, como se llama en el argot feriante a los que gestionan la barra y la cocina, de la que salen viandas de todo tipo.

La caseta y su símbolo.

La caseta y su símbolo. Fernando Ruso

Guardianes de la “sevillanía”

A las puertas del 90º aniversario de la fundación, El Machacante sigue aferrándose a su pasado. A simple vista, la caseta ya se distingue del resto. Las cortinas labradas en el techo, el suelo de cemento pintado de amarillo albero, las lámparas de hierro con lágrimas de cristal, las franjas rojiblancas en las paredes, los espejos y cornucopias dorados y las mesas y sillas sevillanas. “Reponemos sólo lo que se estropea”, puntualiza el presidente. Y todo con el propósito de guardar la tradición y mantener intacta la estética.

“Es una caseta tradicional, feriante y sevillana”, añade. Lo que le ha valido ganar un sinfín de premios a lo largo de su historia por su decoración. “Y si dieran premios por el comportamiento, también nos los habríamos llevado. Porque he visto a socios con una chispa por culpa de las copitas, pero nunca con una papa gorda”, apostilla Manuel García, uno de los más veteranos.

“Aunque hombres y mujeres seamos iguales, nosotras nos encargamos de colocar los lazos en las cortinas, revisar que los cuadros estén alineados o preparar las jardineras en las que irán las macetas”, explica Esperanza Pérez, esposa de Manuel. Es el ajuste fino que los miembros de El Machacante dan el sábado previo a la feria, una jornada en la que el real está lleno de feriantes y en el que de forma anecdótica ya se pueden ver algunos trajes de flamenca.

Hay casetas en las que se sirven comidas en las vísperas. En otras la gente baila y bebe. Y por determinadas zonas del real, el ambiente es similar al que se puede dar en la feria. Solo que no hay caballos ni carruajes.

Pero eso no pasa en El Machacante, donde sólo entre preparativo y preparativo da tiempo para beber un botellín de cerveza que trae uno de los socios en una nevera con hielo. La feria empieza con el Alumbrao. En este reducto, nunca antes.

“La feria", espeta el presidente, "es un respetar a Sevilla y a la sevillanía .No entiendo esas casetas que ponen otra música que no sean las sevillanas o las rumbas flamencas. En eso somos muy estrictos”. El Machacante es una caseta “muy ‘elegantona’ y a los socios no nos gusta venir de cualquier forma, a partir del Alumbrao cambiamos los pantalones vaqueros por el traje; es una etiqueta no escrita, implícita y que todos respetan”, afirma.

En su afán por recuperar las tradiciones, la nueva junta directiva de la caseta impulsará en esta feria ‘Las noches mágicas de El Machacante’, una reunión de socios en el ambigú en la que ellos mismos animarán la juerga con sevillanas. “Es un experimento para ver si podemos conseguir revivir las vivencias de cuando éramos niños”, confiesa el presidente.

La caseta en el real.

La caseta en el real. Fernando Ruso

La feria antes de la música enlatada

Renombradas por los socios más veteranos son las juergas que se celebraban en El Machacante y en las que participaban los gitanos. “Recuerdo que mi tío Francisco Carrera conocía a todos los grupos de gitanos que venían a la feria a ganarse la vida cantando, bailando y haciendo pasar bien a todo el mundo”, explica el veterano Manuel García.

“Cuando llegaban no se cabía en la caseta y hasta en la puerta había una nube de gente tratando de ver algo. Ellos cantaban por bulerías y tenían una gracia especialísima que derrochaban en las cuatro o más horas que duraba el espectáculo. De vez en cuando se pasaba el sombrero y todos los asistentes iban depositando dinero en metálico para recompensar el trabajo que estaban haciendo. Pero mi tío Paco, que era muy celoso guardián de aquello, recogía el dinero, hacía un hatillo y lo amarraba a una de las lámparas del techo, y ahí se quedaba hasta que acabara la actuación”, narra García. “Los gitanos se iban locos de contento porque se sacaban un buen sueldo”.

Después de esos años, y antes de la llegada de los CD y la música enlatada, los socios de El Machacante ya presumían de tener algo que pocas casetas han tenido en la feria: un pianillo en el que estaban cargados varias sevillanas y otros tantos pasodobles. Y todavía suena cada noche en la tradicional cena del Alumbrao.

Eso sí, sacarle las notas a esta máquina que data de 1932 es harto complicado y pocos son los valientes que se atreven a empuñar la manivela y conseguir el ritmo de giro adecuado para hacer bailables las piezas musicales. A pesar de que funciona perfectamente “no la usamos mucho porque nos da miedo hacer el ridículo delante del resto de socios”, comenta entre risas uno de ellos.

El incencio.

El incencio.

Una superviviente

Corrió suerte el pianillo y el infortunio de no poder trasladarlo a la feria en 1964 lo salvó de ser pasto de las llamas en un incendio que se llevó por delante 74 casetas, incluida El Machacante. En la caseta se conservan un par de cuadros en el que se puede ver el estado en el que las llamas dejaron la estructura.

El incendio “lo recuerdo como una tragedia”, dice Manuel. “Ardió entera, no quedó nada”, rememora. “Mi hermano José Luis, que estaba en ese momento en la caseta, se arrojó sobre las llamas para coger el sello del Machacante, una recreación de la moneda de unos 60 centímetros de diámetro hecha con la tapa de madera de una bota de vino y cubierta de aluminio. Agarró con ambas manos el objeto incandescente y lo llevó a la acera de enfrente. Se quemó los dedos, pero salvó del fuego el emblema de la caseta”.

Hoy, ese símbolo, que todavía se cuelga en la fachada de la caseta, lleva por detrás la inscripción “Lo que ‘queó’. 1964”, que recuerda la edición más trágica de la Feria de Abril.

Pero lo que sobrevivió a un incendio a punto estuvo de desaparecer años antes por la llegada de la II República. El machacante, la moneda de plata de cinco pesetas que entró en circulación en 1896, llevaba la cara de Alfonso XIII niño y los socios se vieron obligados a sustituir el escudo con la cara del rey por un catavino. También hicieron lo propio en algunos años de la dictadura. Con la llegada de la democracia, el símbolo volvió a su diseño original y en la actualidad se puede ver a Alfonso XIII con el lema ‘El Machacante por la Gracia de Dios. 1927’.

Además de en la fachada de la caseta, el machacante es una insignia que se repartió a los socios en la visita, y estancia un par de días, del rey Humberto II de Italia. “Yo heredé el mío de mi padre”, acredita Manuel García.

Monarcas, toreros, artistas… Por la caseta El Machacante ha pasado un sinfín de personalidades a lo largo de sus 89 años de historia. También personas anónimas que nada tenían que ver con la caseta. “Nos gusta que la gente se lo pase bien en la feria y hemos invitado a pasar a muchos turistas que se han quedado mirando desde la puerta”, explica Manuel García. “Tenemos ese gusto, cosa que no hace mucha gente”.

“Hay un dicho que considero cierto: la feria de Sevilla es para los sevillanos. El visitante, si no tiene un contacto con alguien de la ciudad puede sentirse un poco desplazado y puede tener dificultad para divertirse como lo hacemos nosotros”, añade. “Pero para nosotros la feria es pasarlo bien y que la gente disfrute, y ¿qué hay mejor que hacerlo juntos?”.

Así montan la caseta.

Así montan la caseta. Fernando Ruso