A estas alturas de diciembre nos encontramos con dos tipos de personas: Las que ya han escrito sus propósitos para 2026 con buena letra, lápices de colores y mucha fe en sí mismas.

Y las que seguimos mirando el calendario del nuevo año como quien mira una maleta vacía sin saber qué meter dentro.

Yo estoy en el segundo grupo.

Puede que el propósito más sensato sea no tomarnos todo tan en serio. Y no creer que comprarnos una agenda nueva va a hacer milagros.

También puede que este artículo sea solo una excusa barata elegante para justificarme: todavía no se me ha ocurrido ningún propósito serio ni transformador para 2026. Nada de “el año que viene empiezo a” o “el año que viene dejo de”. Nada de versiones mejoradas de mí misma con agenda nueva y disciplina férrea.

Y no es que no quiera mejorar. Es que soy inmejorable.

Es que con los años he comprobado que los propósitos son como las relaciones personales: funcionan mejor cuando no las fuerzas. Aparecen solos. Sin avisar. Casi nunca el 1 de enero. Ese día están de resaca.

Por ejemplo: el pasado febrero me compré unas zapatillas de correr; al verlas tan bonitas y nuevas, me propuse desatarme los cordones antes de sacármelas para no estropearlas. Un objetivo humilde, realista, al alcance de mis capacidades. Propósito cumplido.

En mayo me propuse algo un poco más ambicioso: terminar mi segundo libro. No terminar de escribirlo, que ya estaba en ello, sino terminar de terminarlo, que es muy distinto. Cerrar capítulos, dejar de tocar frases, aceptar que esa coma ya estaba bien puesta y que cambiarla por quinta vez no iba a mejorar nada.

En julio lo conseguí. ¿Que si me siento orgullosa? Evidentemente.

Justo después apareció otro propósito en cadena: publicar el libro a principios de 2026. Este propósito me daba vértigo, pero un vértigo que no paraliza, solo impone respeto: correcciones, maquetación, revisiones infinitas. Por ahora, en el proceso no he perdido la cabeza del todo, seguiremos informando con el año nuevo. Sin prisa y con buena letra.

Otro propósito que apareció por el camino del 2025: sobrevivir a una reforma. Incluir en mi vocabulario cotidiano palabras como “pladur”, “remates” o “mortero de cal”. Normalizar desayunar mirando encimeras en Pinterest. Aceptar que el polvo ya no es suciedad, es estilo de vida. La reforma no ha terminado, pero el propósito era sobrevivir, y por ahora no he perdido la cabeza del todo, seguiremos informando con el año nuevo. Sin prisa y con casco.

Y ya en diciembre, con el año pidiendo descuento por liquidación, me he propuesto algo aparentemente sencillo: entender para qué sirve cada cable de la tele. No lo he conseguido, pero hay días que desenchufo un cable a ver qué pasa.

Así que recibo 2026 sin propósitos oficiales, pero con los brazos abiertos. Como quien dice: pasa, ponte cómodo y no rompas nada. Porque al final, el nuevo año no es quién nos va a cambiar la vida, él solo viene a acompañarnos.

Mañana es el día de los Santos Inocentes, que siempre me ha parecido la festividad que mejor define estas fechas, porque ¿qué son los propósitos sino pequeñas bromas que nos hacemos a nosotros mismos cada año?

Prometemos cosas.

Nos las creemos.

No las cumplimos.

Vuelta a empezar.

(Hoy quiero mandar un beso al cielo, que están de celebración).