¿Y si el año que viene, en vez de disfrazarnos de muertos, nos disfrazamos de vivos sin filtros?
Me refiero a esa cara que la cámara frontal del móvil capta sin avisar: ojeras en 3D, papada en modo panorámico y una luz que no perdona y que convierte a ese granito en el protagonista de tu selfie. Eso sí que da miedo.
Ayer fue Halloween, una fiesta que hemos importado, traducido y exprimido hasta la última calabaza. Los niños se paseaban por las calles pidiendo caramelos como si fuesen revisores del ticket de la ORA: puerta por puerta y con sonrisa de funcionario: “¿truco o trato?”, decían.
Lo que no vimos venir es que el trato está cada vez más complicado. Antes, a los niños se les daba un puñado de chuches y listo. Pero ahora, a uno no se le puede dar un caramelo porque lleva gluten, al otro tampoco porque tiene trazas de frutos secos, y al de más allá porque es vegano. No me extrañaría que en unos años, en vez de decir “truco o trato”, los niños digan: “truco o trato descafeinado y sin lactosa”.
Yo anoche fui a una fiesta de Halloween “de adultos”. Primer susto. Me encontré a gente con menos pelo que Homer Simpson (y la misma barriga cervecera), luciendo colmillos de plástico, capas de terciopelo poliéster y minifaldas imposibles de defender a menos que seas menor de veinte. Yo llevaba unas galletas con forma de fantasma que había comprado en Carrefour Express a las ocho y media de la tarde. El segundo susto llegó cuando un Batman prediabético preguntó si tenían azúcar “¡Pues claro! ¡Son galletas, no apio!”. Después, una vampiresa de bazar preguntó si eran ‘gluten free’. En ese momento lo vi claro: el terror moderno no lleva careta; lleva intolerancias, FOMO ansiedad social y un plan nutricional.
Cuando yo era pequeña, Halloween era una cosa que salía en las películas americanas y que nos parecía exótico: niños disfrazados de esqueletos, calabazas con dientes y jardines llenos de tumbas falsas. Aquí, como mucho, hacíamos el magosto, comíamos castañas y contábamos historias de fantasmas. Pero eso se acabó. Ahora los colegios organizan fiestas, los adultos nos maquillamos como si fuésemos al rodaje de The Walking Dead y los perros llevan disfraces de murciélago. Nos hemos tomado muy en serio lo de asustar.
Supongo que Halloween nos sirve de excusa para ponerle humor a lo que en realidad nos da miedo: la báscula, abrir la app del banco, comprobar si hemos hecho los 10.000 pasos o escuchar a alguien pedir ‘un café descafeinado, con leche desnatada y sin alegría lactosa’. Nos disfrazamos de monstruos para disimular, porque los verdaderos sustos los vivimos a diario, sin necesidad de murciélagos de goma.
Y a los hechos me remito porque ahora, que ya hemos guardado el disfraz en el altillo y creemos haber sobrevivido al susto, aparece en el calendario el siguiente evento terrorífico: diciembre. Luces, colas infinitas, aguantar al cuñao, villancicos y el grupo de WhatsApp del cole en llamas, para decidir quién compra las coronas de los Reyes Magos, quién los gorritos de Papa Noel y quién las magdalenas. Sin gluten.