Hay una frase universal que se repite en todos los viajes, comidas y fiestas familiares. Da igual que estés frente a la Torre Eiffel o delante de un cartel de ‘Salida de emergencia’; siempre habrá alguien que diga: “¿Nos hacemos una foto?”.

En ese momento empieza la delicada tarea de elegir al desconocido fotógrafo improvisado que nos va a retratar. Y el casting no es fácil: hay que escanear el entorno con la precisión de un agente secreto (demasiado mayor, demasiado joven, demasiado cara de ‘va a huir con mi móvil’). Hasta que, de repente, aparece alguien que nos transmite “buena energía vibra”, que es la forma cursi de decir “parece que va a enfocar bien”.

Ese desconocido, que se acaba de convertir en el Notario de nuestro momento, o acepta o le pasa el marrón al amigo que tiene al lado: “Él hace mejores fotos”. No hay otra opción; nadie se niega a hacer una foto (sería como no aguantarle la puerta del ascensor a ese vecino gruñón mayor).

Nosotros le entregamos nuestro móvil y arranca la escena. En esos segundos antes del clic nos colocamos, nos tocamos el pelo, fingimos que nos reímos con naturalidad y tratamos de parecer más delgados relajados de lo que estamos. Porque aunque en teoría se trata de inmortalizar el momento, en la práctica, lo que queremos es controlar cómo será recordado quedaremos en las Redes Sociales.

Aunque en la foto no se vea, entre esas sonrisas congeladas y los “haz otra, por si acaso”, se esconde algo bastante más profundo. En un mundo en el que todo se enseña, ya no nos basta con haber estado en un lugar; necesitamos prueba gráfica de que estuvimos ahí, y de que fuimos felices, y de que el día estuvo bien (al menos de cintura para arriba). Como si la felicidad no publicada no contase.

Antes se hacían fotos para revelarlas, pegarlas en un álbum y mirarlas pasado un tiempo. Después del clic, no se podía comprobar si habíamos salido guapos o con los ojos cerrados. Un clic y la suerte estaba echada. Pero ahora hacemos fotos para presumir. Presumir de sitio bonito, de que no tenemos arrugas, de que hacemos los mejores planes, de que estamos súper enamorados. En vez de recuerdos, parecen certificados de asistencia sellados con sonrisas. Puedes ampliar, reducir, comprobar y borrar tus arrugas recuerdos.

Por eso, cuando pedimos una foto a un desconocido, le estamos entregando algo mucho más íntimo que el móvil: le entregamos la tarea de fabricar una versión de nosotros mismos que nos guste. No queremos que capture la realidad, queremos que capture nuestra idea de la realidad.

Y quizás por eso, casi nunca nos gusta el resultado. Que si tengo me sale el ojo bizco, que si la torre está cortada, que si tengo salgo con papada. Entonces borramos, repetimos el proceso y seguimos buscando ese clic perfecto en el que la sonrisa, la luz, el ángulo la vida salga bien.

Yo todavía imprimo fotos y las pego en álbumes, como hacían mis padres. Aunque cada vez me cuesta más encontrar un álbum normal. Ya casi no existen aquellos de hojas gruesas con anillas. Solo encuentro álbumes para momentos excepcionales: de colores pastel para bebés, con dibujos de monumentos para viajes o con mensajes tipo “Family is everything”.

Aun así, me resisto a dejar de imprimir fotos. Porque cuando años después las miro, nunca importa si la torre estaba cortada, si teníamos papada o si la luz era mala. Solo veo a unas personas que en algún momento pararon a un desconocido para decirle: “Perdona, ¿nos haces una foto?”.