No recuerdo bien el día que llegué al hospital. Solo el frío. Ese frío que se te mete dentro cuando te ponen una pulsera con tu nombre y pasas a ser “el de la 312”. De repente, ya no eres ingeniero, albañil o padre de familia: eres un cuerpo que duele. Un número más en un pasillo lleno de pasos rápidos y luces encendidas a todas horas.
Lo que sí recuerdo es la primera voz que me habló. No era la del médico que me explicó el diagnóstico con frases técnicas y mirada neutra. Fue la de una enfermera que me dijo, mientras me sujetaba el brazo con una delicadeza casi imposible:
—Tranquilo, esto va a ir bien.
Y desde entonces, todo giró alrededor de ellos.
Los enfermeros que me cambiaban el suero sin despertarme, que sabían cuándo mentir para dar esperanza y cuándo callar para no herir. Las auxiliares que me lavaban cuando mi cuerpo ya no respondía, con una dignidad que no cabía en palabras. Los de limpieza, que entraban con la fregona y una sonrisa, y conseguían que aquel cuarto oliera un poco menos a miedo.
Vi sus ojeras, sus manos secas de tanto jabón, sus espaldas dobladas. Vi cómo tragaban cansancio y seguían. Cómo se agachaban, cómo corrían de un lado a otro sin perder el tono humano.
Vi cómo una enfermera se quedó a mi lado más tiempo del que debía, solo porque me temblaban las manos. Cómo un auxiliar me buscó una manta extra cuando la calefacción falló. Cómo un celador me empujó hasta radiología silbando bajito, para que no me diera cuenta de que tenía miedo.
Ellos estaban ahí cuando el médico ya se había ido. Cuando la noche se hacía larga y el dolor te recordaba que aún estabas vivo.
No salían en ningún cartel, pero eran los que de verdad sostenían aquel lugar.
A veces hablaban entre ellos, medio en broma, medio en resignación, de las horas extras, de los turnos, de los sueldos. Y yo los escuchaba en silencio, sabiendo que el sistema sanitario se mantiene en pie por puro milagro… y por ellos. Por los que no figuran en las estadísticas, por los que no firman diagnósticos, pero cargan cada día con el peso del dolor ajeno.
Cuando al fin me dieron el alta, la médica me explicó los cuidados, los medicamentos, los plazos. Todo muy correcto. Pero lo que me dolió fue despedirme de ellos.
De los que me curaron sin bisturí, con paciencia.
De los que me dieron más humanidad que medicinas.
De los que me trataron como una persona cuando yo ya me sentía un despojo.
Hoy escribo esto desde casa. Sin cables, sin sueros, sin pitidos. Pero con una gratitud que no se me va.
Porque entendí que la salud no está solo en las manos que operan, sino en las que te arropan, te escuchan, te levantan.
Que la medicina cura, pero ellos —los enfermeros, las enfermeras, las auxiliares, los de limpieza— son los que salvan.
Así que gracias.
Por cada palabra, cada mirada, cada gesto.
Por no dejar que me sintiera solo cuando todo dolía.
Por mantenerme vivo cuando la vida parecía un hilo demasiado delgado.
Y si alguna vez vuelvo a caer —que ojalá no—, sé que habrá alguien en un pasillo, con una bata blanca y las manos cansadas, dispuesto a decirme otra vez:
—Tranquilo, esto va a ir bien.