Hay un momento fatídico en la vida de cualquier persona con acceso a Netflix, HBO o la plataforma de turno: darle al play a esa serie de la que todo el mundo habla.
Es como una especie de bautismo colectivo en el que nadie te pregunta si quieres participar; simplemente, te empujan al agua. Y ahí te quedas, flotando en un mar de expectativas hype y con una única opción posible: tragarte esa serie. Porque si no la ves, ¿de qué vas a hablar en la próxima cena con amigos? ¿Del precio de las anchoas ’00’?
¿De que Mar Flores se reinventa cada dos semanas? ¿O de lo mucho que se nota el otoño, con frío de bufanda a las ocho y sofoco tropical a la una?
Yo caí hace poco (no diré el título porque esto no es una crítica, es una confesión). El primer capítulo lo vi con ilusión, como quien abre un regalo. El segundo, ya con desconfianza. Al tercero llegué con la certeza de haber firmado un pacto con el mismísimo diablo del entretenimiento. La serie me da angustia, a ratos me revuelve el estómago con planos de jeringuillas clavándose en cuerpos, y para rematar, me regala unas pesadillas que noche tras noche vuelven, como si hubiese renovado la temporada de mi propio insomnio.
Y aun así sigo obligada socialmente atrapada, incapaz de soltarla, como esas relaciones tóxicas que sabes que te hacen mal, pero no abandonas. “Un capítulo más”.
Pero lo grave no es ver la serie, lo grave viene después: esa media hora de resaca mental en la que tu cerebro te reprocha semejante atracón. En ese trance, se necesita un antídoto. El mío es poner un capítulo de Aquí no hay quién viva. Patético, lo sé. Pero un ratito escuchando a vecinos histéricos en la televisión, es lo único que me devuelve al encefalograma plano. Un lavado de estómago mental para poder dormir sin soñar que un psicópata, con un mono naranja, me encierra en un búnker y me clava una aguja brillante (si has visto la serie, sabes de qué hablo; si no la has visto, sigue así, no cometas mi error. Dormirás más tranquilo).
La paradoja es que sé que no la voy a dejar ¿Podría hacerlo? No Supongo, pero ¿voy a hacerlo? No. Porque necesito saber cómo acaba, aunque sospecho que ya lo sé. Además, estoy convencida de que habrá segunda temporada, y como me pille con las defensas bajas, volveré a engancharme y acabaré repitiendo la misma tortura. Es el mismo mecanismo que se activa cuando nos bebemos todo el bar el sábado por la noche: disfrutamos del momento, odiamos las consecuencias, ‘no vuelvo a beber’, repetimos el fin de semana siguiente.
Y lo peor no es la serie en sí, que seguro que tiene su público. Lo peor es haber aceptado, sin rechistar, el primer empujón a este mar de angustia televisiva y ahora ser yo misma la que nada mar adentro. Como haya segunda temporada, prefiero reconocer que compro anchoas de oferta, que confesar que sigo chapoteando en estas aguas por voluntad propia.