Feáns no nació ayer. Feáns ya estaba cuando la ciudad aún era apenas un puerto con pretensiones. Antes de que nadie trazara mapas, ya había caminos abiertos a fuerza de paso. A la sombra del castro de Elviña, en tiempos prerromanos, las gentes de esta tierra hacían lo que siempre han hecho: vivir sin alharacas. Cuando cayó Brigantium y Alfonso IX refundó A Coruña en 1208, Feáns no se enteró. O no quiso enterarse. Porque aquí las cosas iban al ritmo de la tierra, no al de los reyes ni los arzobispos.

Durante siglos, Feáns fue campo. Campo de verdad. De sudor, huerta y estiércol. La ciudad crecía de espaldas a él, y a él no le importaba. Su gente trabajaba lo suyo. Hombres y mujeres que no necesitaban reconocimiento, sólo sol y tiempo. Y si alguien encarna mejor que nadie ese espíritu, son ellas: las lavandeiras.

Las recuerdo sin haberlas conocido. Las imagino cada mañana, bajando hacia el lavadero con las piernas pesadas, cargadas de ropa y de vida. Las manos hechas pellejo, la cara seria, el cuerpo inclinado hacia adelante como quien empuja al mundo entero. Lavaban para otros, pero también lavaban para sí. Porque aquel gesto repetido, esa piedra contra tela, esa agua helada mordiendo los dedos, era más que trabajo: era un acto de resistencia.

Ya en el siglo XVIII, alguien —con más medios que ellas, pero no necesariamente con más valor— levantó un pazo en Feáns. El Pazo Encantado, que así lo llaman ahora. Tenía casa principal, palomar, capilla. Todo lo que se le pedía a una propiedad señorial gallega. Ahí estaba, digno, discreto, firme. Y ahí siguió, incluso cuando todo alrededor cambió. Hasta que en 2002 alguien decidió que la historia estorbaba. Que la capilla protegida debía caer porque había que abrir una calle. Así, sin más. Patrimonio por cemento. Siglo XVIII por hormigón.

Las lavandeiras, si hubieran estado vivas, no habrían protestado. No eran de pancarta. Habrían apretado los labios, y quizá, mientras restregaban una sábana, habrían dicho: "isto é o que hai". Porque ellas sabían de resignación, pero no de sumisión. Sabían callar, pero también sabían mirar. Y en esas miradas estaba todo.

Feáns entró en el siglo XX sin pedir permiso. Con sus casas sin alineación, con sus caminos sin asfaltar, con sus tiempos sin prisa. En los 80 se reformó el colegio Manuel Murguía. A finales de los 90 se construyó el cementerio de Santa Cecilia, el más grande de la ciudad. La muerte siempre encontró sitio aquí. La vida, también.

Pero nada define mejor esa vida que el sonido del agua en la piedra. El del lavadero. El principal estaba al fondo del pueblo, cerca del cruce de Correlo y Fonte. Allí, ellas. Siempre ellas. En fila, frotando, enjugando, en silencio o murmurando. Allí se contaban las cosas que no cabían en la misa del domingo. Allí se compartía el dolor, el embarazo inesperado, la enfermedad del abuelo, el hijo que se fue a Buenos Aires. Más que lavadero, era el corazón mismo del pueblo.

Con la llegada del siglo XXI, llegaron también las urbanizaciones: Breogán, Obradoiro… y con ellas, nuevos vecinos. Algunos entendieron el lugar. Otros, no tanto. Feáns empezó a sonar a "zona residencial", como si eso bastara para borrar siglos de identidad. Pero la tierra no olvida. Y la gente de aquí tampoco. Las asociaciones vecinales empezaron a recuperar lo que aún quedaba: caminos rurales, memoria agrícola, lavaderos olvidados. Sin grandes discursos, sin folclore impostado. Sólo con la convicción de que lo suyo valía.

En 2024, el Concello destinó 25.000 euros para restaurar el lavadero. Pintura, desbroce, limpieza. No es mucho, pero sirve. Sirve si no se convierte en decorado, si no se disfraza de postal para la campaña. Porque ese lavadero es un monumento. No a la piedra, sino a las mujeres que la golpearon con firmeza. A esas manos que, mientras restregaban, mantenían unido todo lo que la vida intentaba deshilachar.

Hoy Feáns sigue peleando con su identidad. Entre lo rural y lo urbano. Entre la finca y el adosado. Entre el Pazo Encantado, medio oculto entre silvas, y las casas nuevas de quienes no saben qué se pisó antes aquí. Pero el corazón, si uno lo escucha, late al ritmo de aquellas mujeres.

Yo paso por el lavadero y no veo piedra. Veo historia. Veo trabajo. Veo dignidad. Y sobre todo, las veo a ellas.

Las lavandeiras de Feáns.

Las que se inclinaban sin rendirse. Las que hablaban bajo pero decían verdades. Las que sabían que no vendrían a darles las gracias. Las que no dejaron monumentos ni frases célebres, pero lavaron los cimientos de esta ciudad.

No quiero que se les haga un homenaje. No lo necesitan. Lo que quiero es que se las recuerde cada vez que alguien abra un grifo y salga agua caliente. Cada vez que alguien tire una camisa al tambor de una lavadora sin pensar de dónde venimos.

Porque todo eso que creemos moderno, limpio y cómodo, empezó en un lavadero de piedra, con una mujer sola, de madrugada, fregando el mundo.