Decidlo despacio, con las sílabas bien abiertas: Mon-te-Al-to. Suena a cima. A promontorio que desafía al viento. A peñasco terco. Y no es casualidad: porque su nombre viene de un altozano frente al mar, un monte pequeño que miraba de tú a tú a la Torre de Hércules mucho antes de que la ciudad fuera ciudad. Eso dice la etimología. Y yo me fío más de las piedras que de los políticos.
Todo empezó siendo nada. Un erial. Cuatro caminos polvorientos, mulas, huertas y una brisa salvaje que olía a salitre y a tormenta. No había barrio, ni casas, ni ley. Solo el mar rompiendo abajo y el faro romano vigilando el horizonte. Y sobre esa nada, empezó a crecer algo. Porque la Historia siempre empieza así: con nada.
En el siglo XVIII, sobre aquel vacío, aparece en los planos el Campo de Marte. El nombre no es casual. Marte, dios de la guerra. Allí, en lo alto de la península, se instaló un enorme espacio para maniobras militares. Era campo de instrucción donde los regimientos de artillería desfilaban, hacían salvas, practicaban ejercicios de tiro y donde retumbaban los cañones en pruebas que hacían temblar las ventanas de la ciudad vieja. Allí se montaron cuarteles, polvorines y barracones para alojar a soldados y suboficiales. Alrededor del campo se almacenaban piezas de artillería, carretas y todo el utillaje bélico de la guarnición coruñesa. Fue durante décadas, hasta bien entrado el siglo XIX, territorio estrictamente militar.
Pero las murallas caen en el XIX. Y lo que era militar empieza a mezclarse con lo civil. El Campo de Marte, que fue lugar de disciplina y tambores marciales, se convierte en espacio de la ciudad. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, empiezan a organizarse allí ferias, circos ambulantes, mítines políticos. La gente se lo va ganando metro a metro a los soldados.
Y sobre todo, se juega al fútbol. Surgen equipos de barrio, niños descalzos, balones remendados. Es el tiempo del fútbol improvisado, el de los partidos que no tenían campo fijo, con porterías hechas de chaquetas o piedras. Allí se gritaban goles, se resolvían piques, se curtía el músculo obrero.
Rodeando el campo, ya desde finales del XIX, empiezan a levantarse casas bajas, barracones y pequeños edificios. Primero para uso militar, después para familias humildes: militares retirados, trabajadores del puerto, marineros. El barrio empezaba a cuajar, mezcla de piedra, salitre y pobreza.
En 1908 se levanta el Grupo Escolar Curros Enríquez. Una escuela para que los hijos de los pobres aprendan algo más que a maldecir. Un edificio de piedra, con grandes ventanales y ecos de tiza sobre pizarra. Una semilla de cultura plantada en tierra dura. Alrededor de la escuela, la vida sigue creciendo en calles y en gente.
Llegan los años veinte y treinta. El lugar empieza a ser algo más que un barrio: es barrio obrero. Barrio de lucha. Barrio de ideas. Allí la CNT alza su voz. Anarquistas, sindicalistas, soñadores que creían que el hombre podía ser libre y que el patrón era su enemigo. Había ateneos libertarios, cabalgatas para los críos, teatro, papelitos impresos al amparo de un quinqué. Era un lugar que pensaba. Y eso, en España, siempre ha sido peligroso.
Pero llegó el 36. Y con él, la represión. La Guardia Civil irrumpe en casas, sobre todo en la zona de Atochas. Asesinan a diecinueve. Encarcelan a catorce más. En la Prisión Provincial, aquella mole gris entre el barrio y el faro, se tortura, se fusila y se silencian bocas. Allí cayó Alfredo Suárez Ferrín, alcalde republicano. Allí muchos dejaron su vida o su cordura. Manuel Rivas lo escribiría después en El lápiz del carpintero, pero los muros ya lo habían escrito antes con gritos y disparos.
Dicen que cuando venían los falangistas, la gente les tiraba agua hirviendo y ollas desde las ventanas. Que no entraba nadie. Que había un idioma propio, mezcla de gallego y castellano, que era puro código de resistencia. Orgullo de barrio.
Y la posguerra trajo silencio. Miedo. Clandestinidad. Los anarquistas sobrevivieron a duras penas. Muchos se exiliaron. Otros siguieron conspirando en bares de vino peleón. La CNT quedó herida, pero nunca muerta.
Llegan los años 50. Y con ellos, el desarrollismo. La Ley del Suelo de 1956 convierte estas calles en destino de oleadas de inmigrantes gallegos. Gente del rural que viene a levantar muros, a trabajar en las fábricas, a soldar hierro en los astilleros. Surgen bloques de viviendas grises, estrechos, con balcones mínimos y ropa tendida como banderas de derrota y dignidad.
Es entonces cuando el Campo de Marte empieza a encoger. Durante las décadas de 1950 y 1960, la ciudad se lo empieza a comer. Los planes de urbanización de 1948 y posteriores marcan parcelas alrededor del campo para levantar viviendas. La necesidad de techo es brutal: la ciudad hierve con miles de recién llegados. Se construyen bloques de 3 y 5 plantas, muchos impulsados por cooperativas obreras o como promociones de vivienda protegida. Se levantan manzanas enteras pegadas al campo. La piedra militar deja paso al ladrillo. El antiguo terreno de maniobras, que había sido ejército, y después fútbol y mitin político, queda acotado como parque urbano, más pequeño que su solar original.
Dentro del parque todavía hay niños corriendo detrás de balones. Ancianos en bancos de piedra. Gente contando historias de cuando allí rugían los cañones, o se jugaban partidos sobre polvo y piedras, o se montaban circos y ferias. Porque el Campo de Marte guarda memoria.
Pero nada es perfecto. Los años setenta y ochenta llegaron como un golpe de mar. Las calles se toparon de frente con el monstruo de la heroína. Chavales que habían jugado en el Campo de Marte acababan pinchándose en sus bancos. Familias enteras destrozadas. El barrio resistía como podía. Porque aquí siempre ha habido más vida que muerte.
En los noventa llegó el Paseo Marítimo. Obra faraónica. Ocho kilómetros de adoquines nuevos y barandillas rojas. Conectando la zona con la Torre y con la ciudad entera. Levantaron el Domus, con Isozaki firmando planos. Y el Aquarium Finisterrae. Los turistas comenzaron a venir. Las grúas derribaron viejas casas. Surgieron pisos de lujo donde antes había miseria.
Entran los modernos. Llega la gentrificación. Bares de brunch. Cafés de especialidad. Precios del metro cuadrado que se disparan. El asilo Adelaida Muro desaparece. La memoria se esfuma bajo ladrillos nuevos.
Y hoy, este rincón está de moda. "El Brooklyn coruñés", dicen algunos idiotas en prensa. No es Brooklyn. Es lo que es. Ni más ni menos.
Es el barrio que lucha por su mercado de abastos, que aún tiene tabernas con barra de estaño, que sigue cantando comparsas en Carnaval. Es el barrio que recuerda a los fusilados del Campo da Rata. Que ve cómo los viejos vecinos tienen que largarse porque no pueden pagar el alquiler. Es el barrio donde aún quedan anarquistas con la CNT en la sangre. Aunque muchos no se atrevan a decirlo.
Es Historia viva. De anarquismo, de piedra y mar. De cuarteles, de fútbol popular, de heroína y de lucha. No lo maten con brunches ni lo conviertan en postal para Instagram. Porque un barrio que olvida de dónde viene, no sabrá jamás a dónde va.
Y aunque le suban el precio del metro cuadrado hasta el cielo, seguirá siendo barrio. Mientras la Torre siga ahí arriba. Mientras el mar siga rugiendo. Mientras haya alguien dispuesto a recordar que hubo hombres y mujeres que se jugaron la vida para que hoy podamos alzar la voz.