Cierra los ojos. Imagina el valle. Un valle ancho, tendido, por donde el viento de Oza corría sin obstáculos. El suelo era húmedo, de tierra fértil, regado por los brazos del río Monelos. Allí crecían huertas, se sembraba maíz, se ordeñaban vacas. Desde Monte Mero y los altos del Birloque se veía toda la vaguada. Y todo eso era Elviña antes de ser Elviña. Un lugar donde las choupanas y las tierras de labranza marcaban el ritmo de la vida.

Hasta que un día llegaron las máquinas. Y llegó la ciudad.

Corrían los años sesenta. Galicia empezaba a vaciarse de aldeas y a llenarse de barrios. Gente del campo que venía buscando un sueldo en fábricas, talleres, oficinas. A Coruña reventaba de habitantes y necesitaba casas. Sobre aquel valle se clavó la mirada de un hombre: Julio Cano Lasso. Arquitecto de mirada limpia y trazo sobrio, que se enamoró del terreno. No quiso borrarlo, quiso entenderlo. El valle, para Cano Lasso, no era solo un lugar donde poner ladrillos. Era paisaje. Y sobre el paisaje dibujó ciudad.

Así nació la primera fase de Elviña. Un barrio entero pensado para levantar hogares sin asfixiar el aire. Bloques lineales, nada de torres aún. Calles anchas, patios abiertos, grandes franjas de césped. Los edificios se colocaron siguiendo líneas rectas, orientados al sol, dejando huecos por donde el viento gallego pudiera colarse y barrer la humedad. Las parcelas eran rectángulos perfectos, encajados como piezas de un tablero. Ladrillo visto, tonos ocres y rojizos, balcones corridos donde las vecinas colgaban ropa y compartían confidencias.

Aquello fue, durante un instante, la vanguardia. Una "ciudad jardín" vertical, como querían los arquitectos modernos. Elviña fue pionero en Galicia. Allí se levantaron casas de 70 a 90 metros, con cocinas justas, baños austeros, pero llenas de luz. Y la gente llegó con maletas atadas con cuerdas. Funcionarios de baja categoría, obreros, matrimonios jóvenes. Al principio, Elviña era un barrio aislado, casi metido entre huertas y caminos de tierra. Faltaban tiendas, colegios, vida. Pero el barrio empezó a crecer solo, a ritmo de conversaciones en las escaleras y juegos de niños en los patios.

Pronto llegó el Mercado de Elviña, que se convirtió en el corazón palpitante del barrio. Un mercado que huele a pescado fresco, a pimientos de O Burgo, a carne buena. En su cafetería, la tortilla se convirtió en religión. Es gruesa, jugosa, dorada, capaz de resolver disputas vecinales o de enterrar viejas rencillas. Allí se compra merluza y se trafica con noticias. Allí se cruzan jubilados, amas de casa, estudiantes del campus. Allí se discute del precio de la vida mientras se bebe un vino blanco y se moja pan en aceite.

El edificio, inaugurado a principios de los años 70 para albergar el tradicional mercado de abastos (aunque inicialmente previsto como centro de congresos), se levantó con capacidad para más de 100 puestos. Tras más de 25 años, aquella plaza de madera y humedades fue sustituida en mayo de 2006 por una nueva estructura: 2.300 m² en una sola planta, modernas condiciones higiénico‑sanitarias, aparcamiento subterráneo para 200 vehículos, wifi y plena accesibilidad para personas con movilidad reducida. Nunca dejó de latir con la vida del barrio.

Y, a escasos pasos del mercado, bajo la sombra del viaducto de Alfonso Molina, late también otra pieza del corazón del barrio: la Fuente de las Pajaritas. Construida en los primeros setenta y firmada por Antonio Tenreiro Brochón, arquitecto, pintor y coruñés hasta la médula, es puro hormigón y geometría. Nació cuando Elviña empezaba a sacudirse el polvo de los caminos de tierra, con formas abstractas que parecían querer volar. Su nombre lo dictaron las pajaritas de hormigón que decoran su perímetro, aves detenidas en pleno vuelo, con picos, alas y pliegues marcados en líneas rectas. En su centro, un surtidor lanza agua al aire, sumando rumor y frescor a la plaza.

La anécdota cuenta que en su inauguración los bomberos la llenaron a manguerazos porque no había ni tuberías. Durante más de veinte años fue una pieza muda, sin agua, una escultura seca. Incluso hubo quien quiso derribarla por "anticuada", pero el barrio se revolvió y la defendió como se defiende lo propio. En 1996, al fin, se instalaron las canalizaciones y la fuente empezó a brotar de verdad. Desde entonces, es punto de encuentro, orgullo vecinal y testigo callado de las idas y venidas del mercado, de los saludos a la carnicera y de los paseos lentos de los jubilados. Porque la Fuente de las Pajaritas es, como Elviña, geometría y memoria, hormigón y vida.

Por las calles de la primera fase se levantaron también los colegios. El IES Elviña, con su fachada mirando a las torres del campus, donde chavales han soñado con ser futbolistas, abogados o poetas. Donde se han escrito los primeros “te quiero” en papeles doblados en cuatro. Más abajo, el Salvador de Madariaga, donde los adolescentes ensayan rebeldías y fuman a escondidas. Y el José Cornide Saavedra, donde los niños aprenden a leer y a sumar sin saber que están construyendo su futuro. O la Escuela Infantil de Elviña, donde las maestras pintan arcoíris sobre las manos de niños que aún huelen a colonia.

Pero mientras la primera fase se consolidaba, llegó la segunda. Y con ella, las lomas. El valle dejaba de ser plano y se alzaba hacia Monte Mero. Cano Lasso volvió, decidido a no torcer su idea: seguir el terreno, no luchar contra él. Aquí ya no pudo hacer líneas rectas. El barrio empezó a retorcerse siguiendo las curvas de nivel. Nacieron torres más altas, bloques más verticales, porque la pendiente mandaba. Las calles se volvieron serpenteantes, los espacios públicos se multiplicaron en terrazas y rampas. Se diseñaron nuevas supermanzanas, se planeó un barrio-parque donde la arquitectura abrazara a la naturaleza. Quiso fundir ciudad y paisaje. Pero no todo llegó a construirse. Parte quedó en planos, en maquetas, en el cajón de la historia.

Y, sobre todo, están los bares de siempre. El Noche y Día, donde el camarero sabe tu nombre aunque haga veinte años que no entras. El Ana Kiro, donde el recuerdo de la cantante se mezcla con el olor a caldo y conversación. El Mesón O’Recuncho, donde los chipirones encebollados son tan importantes como las noticias del día. Y el Ambigú d’Elviña, antes Relámpago, donde la tortilla es un himno local.

Hoy, Elviña sigue en pie. Los niños de los sesenta tienen canas y recuerdan cuando Alfonso Molina era casi campo. Algunos se fueron. Otros siguen aquí, saludando al carnicero del mercado, tomando vino en el Noche y Día, contando que antes esto era huerta. Porque Elviña no es solo ladrillo ni geometría. Es sueños, carne y memoria. Es tortilla, pupitre y vino. Es el lugar donde la arquitectura quiso escribir paisaje y donde la vida decidió contar historias. Y aquí siguen todas, guardadas entre los ladrillos rojos y el viento que todavía sopla entre los bloques.