Hay barrios que se encienden como un verso y perduran como una promesa. O Birloque nació del chasquido de una cerilla —una minúscula fábrica de fósforos, perdida entre huertas, sacudía el crepúsculo con su relámpago de magnesio— y aquel fogonazo quedó prendido para siempre en su nombre y en su carácter, rápido y obstinado, como el resplandor de la pólvora antes de hacerse silencio.
Corría 1959 cuando cinco bloques gemelos se alzaron sobre la tierra mullida de Cabana y Someso. Eran modestos bastiones de Vivienda Protegida, ladrillo hueco y hormigón sin florituras, pero traían bajo el brazo un himno sencillo: “Aquí tendrás un techo, aquí aprenderás a quererte”. Hoy sus muros agrietados reclaman cuidados —el barrio los abraza con la declaración de Área de Rehabilitación Integral—, como se abrazan los viejos que saben demasiado del tiempo y aún así te regalan una sonrisa.
Con la llegada de los años ochenta, un ejército blanco se instaló sobre el horizonte: seiscientas viviendas, patios de infancia, fachadas limpias. Los fatalistas anunciaron un gueto. El barrio, inmune a profecías ajenas, lo convirtió en hogar. Cada bloque era un abecedario de vidas, cada patio un teatro donde el amor y la rabia ensayaban a partes iguales.
Entre 1993 y 1997 se reordenó la piel urbana: avenidas Glasgow y Pablo Picasso, calles con nombres de sabios —Newton, Copérnico, Severo Ochoa— que parecían susurrar que también aquí podía habitar la ciencia, la luz, el futuro. El Coliseum se alzó al norte como cúpula de un sueño, Expocoruña hilvanó ferias y conciertos, y una pasarela metálica tendió su brazo para salvar la autovía. Fue un acto de dignidad, como un poema en mitad del tráfico.
No todo fue música de fanfarria. La rotonda de As Rañas tragó en su estómago catorce mil vehículos al día. Los vecinos alzaron la voz por unas aceras dignas, por poder cruzar con sus hijos sin jugarse la vida. Al sur, un túnel peatonal bajo la vía férrea remató el cordón umbilical con Pocomaco, cerrando con puntadas de asfalto el traje de la ciudad.
Cuando las fachadas comenzaron a agrietarse, un lifting colectivo devolvió el color al hormigón. Más tarde, la estrategia EIDUS llevó sensores que auscultaban los latidos energéticos del barrio, como si le tomasen el pulso a su esperanza. En 2024, el centro cívico volvió a abrir, reluciente y cálido, para que la palabra barrio se escribiera con todas sus letras.
Sobre los tejados se dibuja ahora una promesa solar: cuatrocientos veinte kilovatios de energía compartida para que el sol sea vecino, no inquilino de paso. Y mientras tanto, las paredes conservan ecos antiguos: aquellos años duros en los que hubo que organizar patrullas vecinales para protegerse del veneno y del miedo. Las sirenas han bajado su volumen, pero el recuerdo no se borra. Tampoco el de Mónica Marcos, la panadera asesinada en 2021, cuya ausencia es un hueco que el barrio honra en silencio.
Y sin embargo, hay nombres que se pronuncian con orgullo. Juan Darriba, el niño de once años que en 1896 se arrojó al mar para salvar a una desconocida, aún da nombre a una de las arterias principales. Y hay un campeón que paseó el nombre del barrio por todo el país como si llevara tatuado Birloque en el pecho: Iván Sánchez, más conocido como Dinky, el púgil que llenó pabellones, que encajó golpes y victorias con la misma serenidad con la que saluda a sus vecinos cuando vuelve al portal donde creció. Fue, y es, el héroe que llevó a su barrio por toda España y demostró que la gloria puede salir de cualquier esquina con nombre propio.
El alquiler sube y la modernidad llama a la puerta. Pero Birloque sabe que lo importante no está en la moda, sino en la memoria: en la ferretería que fía, en la tienda de ultramarinos que llama “miña rula” a quien entra, en la peluquería donde se cuentan secretos como quien riega una planta.
Y aun así, quien quiera llegar, llega. Por las líneas 21, 22 y 24 del bus urbano, que te plantan en la Marina en veinte minutos, con esa cadencia tranquila que tienen las cosas bien pensadas. Y si uno conduce, aún encuentra milagros: hay sitio para aparcar, sin parquímetros ni tarifas, como si el barrio defendiese con uñas y dientes su derecho a seguir siendo real.
Y entonces llega julio. Y el barrio se transforma en fiesta: cine al aire libre, tortillas compartidas, orquesta que desafina lo justo como para recordarte que la belleza está en la imperfección. Nadie pregunta de dónde vienes; basta con que tengas ganas de bailar.
Todo barrio sueña con ser centro. Pero Birloque ha decidido ser corazón. Impulsa, late, calienta. Vino al mundo con una cerilla, se hizo fuerte entre bloques, aprendió de la ciencia escrita en sus calles, se curó sus propias heridas y ahora se asoma al futuro con la serenidad de quien ya ha visto mucho y aún tiene ganas de arder.
Quien necesite demostrar que la periferia también sabe amar, que venga a escucharte. Porque aquí, Birloque, la llama sigue viva. Y quiere seguir contando su historia.